Hace unos días, en una de las visitas rutinarias a mi dentista, tras terminar la revisión y decirme que todo estaba bien, añadió, más como profesional de la “dentadura” que como pipiolo piropeador, que tenía una sonrisa muy bonita. Inmediatamente se disculpó y a punto estuvo de desdecirse de lo dicho -vamos, con la preciosa sonrisa que yo tengo-. Intentó dejarme clarito meridiano que para nada pretendía ofenderme con una actitud machista diciéndome piropo alguno. Y a mí, qué quieren que les diga, terminó por amargarme el cumplido, que, como ya he dicho, de cumplido nada, una verdad como la copa de un pino que ahora se convertía, por arte de “nohacerdesplieguedeactitudmachista”, en agua de borrajas.
Le dije que a mí no me molestaba escuchar y aceptar un comentario agradable sobre mí; que yo misma solía hacerlo de continuo tanto con amigas como con amigos, y que consideraba que ese gesto cariñoso de reconocimiento hacia alguna cualidad física o espiritual de alguien conocido no albergaba ninguna connotación negativa. El pobre me confesó que ahora los hombres de cierta edad, ya saben, la más incierta de todas las edades, andan muy perdidos a la hora de tratarnos, que ya no saben si cedernos el paso o entrar atropelladamente delante de nosotras –por cierto, un viejo doctor le cedió el paso a una joven colega y esta le espetó sin contemplaciones ni modales que era un machista, a lo que él le respondió: “Perdone, no le cedido el paso porque usted sea una dama sino porque yo soy un caballero”-; si levantarse en el autobús para permitir que nos sentemos o aguantar impasibles sentados contemplando cómo basculamos el peso de un pie a otro mientras miran hacia el infinito; si invitarnos a cenar o dejar que saquemos la cartera y apoquinemos la pasta que nos corresponda o dejarse invitar en un acto de claudicación total del machismo; si hacer alusión, vamos, un cumplido, a nuestro acertado vestuario o peinado o ni mirarnos… por un miedo atroz a ofendernos tanto si lo hacen como si dejan de hacerlo. Y yo pensé que era absolutamente cierto, que una cosa es el feminismo bien entendido y otra el machaque innecesario que sólo reproduce lo peor del machismo, que ahoga la educada caballerosidad y que solo lleva a que los hombres que han pasado de los cincuenta anden más perdidos que un pingüino en África.
El posicionamiento de la mujer en cotas de protagonismo, cada vez mayor, en diferentes áreas laborales, sociales y familiares y las últimas revoluciones feministas (“MeToo”, protestas contra la Manada, o paridad en puestos de responsabilidad) están provocando que la idea tradicional de masculinidad ande buscando la forma de desprogramarse, adaptarse y, sobre todo, de encontrarse en un mundo que ha pillado a muchos hombres con el paso cambiado.
Y no se trata ya solo de hombres cincuentañeros, sino de otros bastantes más jóvenes que han visto tambalearse su virilidad cuando han perdido el trabajo y han pasado a tener que hacerse cargo de tareas domésticas mientras sus mujeres aportaban a casa sueldos muy por encima de lo que ellos habían estado ganado ¿Cómo se lidia eso con la virilidad? Cuando el hombre ha sido desde siempre el proveedor y eso estaba tan unido íntimamente a su genitalidad, a su virilidad, a su sexualidad, que parece lo mismo pero no lo es. De pronto, el mundo masculino que marcaba una pautas, unos atributos sobre los que sustentarse, ha hecho aguas y los ha dejado al pairo sin proporcionarles nuevos asideros. Y no obstante, en contraposición de esa pérdida de “identidad” en generaciones intermedias, nos encontramos con los más jóvenes, casi adolescentes que reproducen esquemas de comportamiento del más rancio machismo, como si no fuera con ellos la lucha de siglos emprendida por lograr la igualdad de género.
Lo cierto es, que por suerte, son muchos los hombres que han aparcado la inexistente supremacía masculina, y la comodidad que ello les reportaba, modificando no sólo sus actitudes, sino lo más importante: su mente. También es cierto que ha ayudado notablemente, todo hay que decirlo, el mayor empoderamiento de la mujer. Pero… en este “machimoto” de transición considero que brindarles a ellos una actitud empática, la misma que el patriarcado no ha tenido nunca con la mujer, no sólo ayudaría en gran medida a que ellos terminasen de encontrar ese lugar que ahora el feminismo y el mundo actual reclama y necesita, sino que nos proporcionaría a nosotras la grandeza de la coherencia que reclamamos en ellos.