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Ana María Tomás

Escribir es vivir

En un rincón del alma

Parafraseando a Borges diré que siempre he sentido que hay algo en Santa Ana que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que le guste a otras personas. Es un amor así, celoso. Y mío, tan mío, que me sorprendo a mi misma desvelándolo en esta ventana tan abierta, tan pública. Pero lo hago porque sé que todos, todos nosotros, guardamos en un rincón del alma ese locus amoenus, ese lugar idílico de seguridad y tranquilidad. Un lugar maravilloso, tanto como esa mágica lámpara de Aladino que basta tocarla para que surja el genio encantado dispuesto a complacer nuestros deseos. Y esos lugares los hacemos tan nuestros porque guardan, al igual que la lámpara, la magia de conectarnos con la luz que todos somos y tantas veces los vientos de la vida apagan. Aunque lo peor no es que haya sido apagada, lo peor es que seguimos caminando en total obscuridad sin ser conscientes de ello. Estoy segura de que basta buscar en nuestros recuerdos momentos  vividos de calma y serenidad  para que ocurra el milagro de ir desbrozando el camino a ese lugar.

Santa Ana es más que un enclave montañoso al sur de Jumilla. Santa  Ana es el lugar donde despierta el alma dormida y despiertan los días a las horas totales que contienen, olvidadas del trasiego acelerado y cotidiano de cada jornada, de los ruidos ensordecedores, de la violencia que nos “inhumaniza”. Allí las horas se aquilatan en el silencio, y se contagian de la mansedumbre de sus habitantes, de la santidad de las paredes que tantos santos han visto pasar junto a ellas  -si las paredes hablaran-.

Y a buscar esas palabras mudas se acercan, nos acercamos, peregrinos indigentes de certezas, pordioseros de tiempo, menesterosos de quietud, buscando la caridad que atesoran las miradas y las sonrisas de sus austeros franciscanos. Allí es fácil avivar el seso y contemplar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callada”, que diría Jorge Manrique. Y una vez que se traspasa el umbral de la entrada y se entra al claustro ya no es posible volver a salir siendo el mismo porque todo cuanto se contiene allí ejerce una fuerza demoledoramente salvífica  que abre grietas en el alma y en la mente y obliga a plantearse expectativas, ambiciones, espejismos, miedos, odios y amores, esperanzas, creencias, jerarquías de valores… Y allí, por si no bastase ya el silencio que se adueña de sus estancias y de las montañas que las circundan, existen en el huerto, que cuidan con fraternal amor sus frailes, siete pequeñas ermitas donde el encuentro con la oración, o con uno mismo si se es ateo -porque también pueden ir ateos-, está garantizado. Según dicen, a veces, es más soportable encontrarse con una incomprensible plegaria que con uno mismo.

Los frailes se reparten las tareas de limpieza, tanto del lugar como de los interiores de quienes suben buscando y pidiendo un lavado discreto y rápido de espíritu o simplemente una opinión, incluso para hacer lo contrario de aquello que se aconseje, o una consulta gratis de psicología. Es decir, para sentirse escuchado, mirado a los ojos, receptor de un tiempo sin prisas y sin juicio alguno y, por supuesto, sin consultar el móvil continuamente.

Sus paredes, salpicadas de plegarias, via crucis, o hermosos poemas son escudos y baluarte de quienes nos refugiamos allí buscando no sabemos qué cosa pero encontrando sin duda alguna muchas más de las que imaginábamos hallar.

El padre Prior de la comunidad, suele recomendar a quienes cruzan el umbral del claustro por primera vez lo mismo que recomienda el zorro a “El Principito”, que hay que mirar con el corazón, sólo con él se ve bien,  porque “lo esencial es invisible a los ojos”.

Aunque sean los ojos los primeros que se llenen de la belleza calma de los cipreses, los rosales, los almendros o el inmenso y centenario madroño del huerto, del cielo azul intenso recortado por el Picacho, del gorjeo de los pájaros que acuden a comer o a beber agua del estanque y sobre todo de las infinitas partículas de sosiego y belleza que llevan el aire de allí  porque como reza en una de sus paredes: “Hemos renunciado a todo/ menos a todo lo bello/ sólo es alma franciscana/ la que alberga el universo”.

 

 

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