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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Elección

 

Hace unos días tuve la suerte de asistir a una reunión, entre amigos, sobre algunos métodos para preservar la salud de manera natural, es decir, poniendo el acento en la mejor forma de mantenernos sanos en lugar de abandonarnos a ciertos hábitos que suelen desembocar, sí o sí, en pastillas y hospitales.

 

A la hora de la comida, recogimos nuestros bártulos y salimos de casa de mi amiga hablando animadamente para trasladarnos a un restaurante a tomar algo. A no ser que esté esperando una llamada importante, no me gusta mantener el móvil entre las manos como una prolongación de estas mientras estoy con alguien, así que, no fue hasta casi el final de la comida cuando eché mano de él para llamar a mi familia. Lo busqué en el bolso, en los bolsillos del abrigo, en la mesa, en el baño… pero el móvil no estaba en ningún sitio. Si les dijera que la angustia no me atacó por sorpresa, les mentiría. Fue realmente un ataque de pánico. Sólo la idea de perder algunos contactos me producía sudores fríos, lo confieso. Así que la cara se me trasmutó. Una de mis amigas, sin perder la compostura ni la sonrisa me dijo: “Elige pensar que se te ha caído en casa de nuestra amiga”. Imitando a Chiquito de la Calzada, me salió un sorprendente “¿Cómolll?”. A ver, ¿qué tontería estaba diciéndome? ¿Es que por elegir que lo tenía en el sofá o en la alfombra, realmente iba a ocurrir ese milagro, si lo que había pasado era que lo había perdido o me lo habían robado? Lo que tenía que hacer, cuanto antes era comprobar que lo tenía o ponerme a anular lo que hiciera falta. Pero aun faltaba un poco para que mi amiga volviera a su casa, y mientras la otra me insistía en que qué ganaba con andar angustiandome antes de tiempo, que eligiera conscientemente no preocuparme pensando que el móvil estaría allí, al menos de momento. “Sí, pero ¿y si no está?” reclamé obstinada. “Pues entonces podrías elegir no enfadarte por algo que no tiene remedio. Su respuesta no sólo me dejó perpleja, sino noqueada y dándole vueltas al tarro de la cantidad de veces que andamos angustiandonos por problemas terribles que, la mayoría de las veces, jamás llegarán a ocurrir, y otras porque tanto con nuestro consentimiento como sin él han ocurrido ya o van a ocurrir.

 

El neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl, superviviente de varios campos de concentración nazi, y padre de la logoterapia, en uno de sus libros “El hombre en busca de sentido” propugnaba que “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino”. Durante muchos años he llevado esa frase por bandera y he pensado que realmente elegía, en cada momento que era preciso, la actitud con la que quería enfrentarme a las circunstancias que han ido modelando mi vida. Sin embargo, ese día, ante las palabras de mi amiga, fui consciente de que pocas veces eso ha ocurrido así. Que no somos tan libres para elegir, para decidir, que incluso cuando creemos que lo somos y estamos ejerciendo esa libertad inalienable, lo que en realidad estamos haciendo es respondiendo a estímulos, a patrones aprendidos o impuestos… ya no por la sociedad, sino por nuestros propios miedos y prejuicios.

 

¡Qué horror si hubiera perdido los números de teléfono de “amigos” a los que no podría volver a contactar ya porque ellos no me llamaran jamás y soy yo siempre quien los llama! ¿De verdad hubiera sido un horror? ¡Qué desastre si hubiera perdido conversaciones que guardo sólo para recordarme lo mal que me trató fulanito o menganita…! ¿Sería tan terrible dejar de flagelarme inútilmente?

 

Lo verdaderamente terrible es que el ser humano necesite de grandes tragedias para que tenga que tomar grandes decisiones en las que, desgraciadamente, pocas veces elige sufrir lo menos posible o situarse en el lado más favorecedor de la vida. Somos unos pupas con todas las de ley, con todas las consecuencias. No hace falta que los medios de comunicación pongan la lupa en todas las noticias desagradables que ocurren en el mundo, en lugar de potenciar las buenas, que también las hay, y que son maravillosas, no, no hace falta porque nuestra “extrema” sensibilidad a fijarnos en lo negativo hace que pasen desapercibidas el resto de cosas buenas que pueblan el mundo. Paul Watzlawick se quedó corto en su “El arte de amargarse la vida”. En eso somos expertísimos.

 

Entretanto, yo opté por no preocuparme por mi móvil, por si tenía remedio… o por si no lo tenía. Y he de decirles que me ahorré una hora vana de angustia. El teléfono estaba en el brazo del sillón.

 

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