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Ana María Tomás

Escribir es vivir

La nana de la cebolla de la ingratitud

 

Escucho, quisiera decir con incredulidad, pero es más estupefacción, que una anciana, madre de tres hijos, fue llevada al hospital Reina Sofía de Murcia por ellos o uno de ellos, no está claro el dato, dando un teléfono falso para que cuando tuvieran que llamar a los familiares estos estuvieran ilocalizables. Vamos, una anciana, que habrá pasado lo suyo para criar en tiempos no muy favorables a tres hijos, ha sido abandonada, como un perro, en un hospital por esos desnaturalizados hijos. Miren, yo sé, llevo más de veinticinco años como columnista, que una cosa es tratar una noticia desde el punto de vista personal, y otra bien distinta, adoctrinar, moralizar o venir al artículo a rasgarse las vestiduras utilizando una asunto determinado de actualidad, pero… sinceramente, no puedo reprimir las ganas de decirle a esos tipos que son unos canallas. Y no, no hago juicio, por mucho que desconozca las causas económicas, familiares o sociales en las que se encuentren. Afortunadamente, hoy tenemos instituciones gubernamentales que podrían ofrecer una u otra alternativa antes que deshacerse de una madre como si fuera un saco de patatas. Y más siendo tres. Qué razón tenía mi abuela cuando recurría al refranero para aseverar que “una madre es para cien hijos, pero cien hijos no son para una madre”.

            Cada vez hay más ancianos que viven solos. Ancianos que mueren solos en sus casas y que nadie los echa de menos, ni familia, ni amigos, ni vecinos, que manda narices al punto de indiferencia que hemos llegado. O, lo que es peor, aún, ancianos que mueren y sus familiares los mantienen en casa sin avisar de su fallecimiento para poder seguir cobrando la pensión; u otros, sometidos a verdaderas torturas médicas para que sigan vivos y poder seguir chupando los hijos de su paga, a pesar de tener firmado un testamento vital en donde pide expresamente que no se le alargue inútilmente la agonía.

            En poco menos de trece años, según datos del INE, casi seis millones de españoles vivirán solos. Las estadísticas dicen que uno de cada cuatro hogares murcianos estará habitado por una persona sola. Y todo esto… a ver, no es que esté mal si las personas eligen vivir solas a hacerlo mal acompañadas, pero se convierte en terrible cuando ya no pueden salir a comprar, o van dejando de ser autónomas para pasar a ser dependientes. Porque las familias entendidas como se hacía apenas hace unos años en donde tíos, primos, abuelos y demás familia (como suele decirse en las notificaciones mortuorias) han dejado de existir para convertirse en un estricto núcleo de padres e hijos, en donde los abuelos (desgraciadamente por regla general) son maravillosos mientras ayudan a los hijos aportando su saber, y, sobre todo, su dinero, su tiempo, su dedicación y su olla a hijos y nietos, pero cuando dejan de ser útiles… se olvidan las dulces nanas escuchadas en la infancia mecidos por los amorosos brazos de nuestra madre y sólo vemos en ellos un problema a erradicar cuanto antes. Y si, por el contrario, los ancianos sienten que sus hijos están demasiado pendientes de ellos y que por el amor que les tienen resultan una complicación para ellos aun es peor. En estos momentos me llega la triste noticia de un amoroso matrimonio de más de sesenta años casados que se han suicidado en Chile para no seguir siendo una carga para sus hijos.

            Nada he vuelto a saber de esa pobre anciana. Ignoro, por tanto, en qué condiciones mentales estará, sí sé que las físicas eran malas y sé también lo importante que es tener a alguien amado mientras se está enfermo en un hospital. Si les soy sincera, espero que la misericordia Divina le nuble el entendimiento y la pobre mujer sea incapaz de enterarse de ese abandono de sus hijos. Que en ese vacío mental que produce la enfermedad del olvido sólo habite alguna nana tierna y algún destello de imágenes infantiles jugando alrededor de ella, tirando de su delantal y sonriendole mientras les preparaba la comida, les lavaba la ropa, los abrigaba en las noches de invierno y en las frescas mañanas de camino al colegio. Que sólo haya en su cabeza chispazos de felicidad, que nombre a sus hijos y los confunda con los médicos, con las enfermeras, con los acompañantes de la otra enferma que comparta habitación de hospital con ella, o simplemente que haya un resplandor vacío de todo, un olvido total… aunque sea ausente de canciones de cuna, todo… o mejor dicho nada… antes de que pueda ser consciente de esa nana amarga de la cebolla de la ingratitud y de ese otro olvido sin nombre de los hijos, mucho más doloroso, infinitamente más, que el que produce el Alzheimer.

 

 

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