Nada como caminar con los zapatos del otro para entender dónde le aprietan. Lo que ocurre es que, por regla general, somos expertos en ver la paja en ojo ajeno y casi nunca la viga en el nuestro, y que eso de cambiarse los papeles… pues como que no. Que sí, que controlamos el tema de la teoría, que si mucha empatía, que si yo lo haría así o asao, que en su lugar jamás habría reaccionado de ese modo… lo dicho: mucha teoría y poca práctica.
Yo les he confesado que observo con atención algunos de esos programas de la llamada telebasura, primero porque un profesor me enseñó que había que ver lo que la gente veía porque con ello se aprendía mucho. Y así es. Y, segundo, porque no siempre es tan curioso estudiar las consecuencias que producen determinadas circunstancias en otros cuando se puede ver a esos otros mostrandotelas de primera mano.
Hay un programa que no deja lugar a dudas: en él, el jefe de alguna gran firma es camuflado cambiándole totalmente su fisonomía e infiltrándolo en su propia empresa como un supuesto trabajador desde los puestos más bajos con el fin de ver realmente cómo se comportan sus subordinados.
En esa ocasión se trataba de una empresa de verduras. Y dato curioso: nada más comenzar el programa, cuando el jefe actuaba aún de jefe, le advirtió seriamente a un trabajador encargado de enlazar dos camiones con un pedido de fruta y que no había logrado llegar a tiempo para tal efecto, que en esa ocasión se la pasaba, pero que la próxima iba a la calle.
El jefe infiltrado fue puesto en un lugar donde tenía que recibir, desde una cinta transportadora, un sinfín de kiwis e ir colocándolos en los huecos de las cajas preparadas a tal efecto. Demostró una incapacidad que llevó al borde de un ataque de nervios a la compañera que responsabilizaron de él. Más tarde lo colocaron con una carretilla elevadora a transportar cajas cargadas de fruta hasta el camión con otro chaval que conducía la máquina como si fuera un coche de carreras y con la que iba hasta el bar próximo a comprar el almuerzo. El jefe echaba babas ante la irresponsabilidad del trabajador y solo pensaba en volver a ser jefe para largarlo. Pero todavía tenía que acompañar a una trabajadora a podar los frutales. Esta le dijó que tenía que llevar sus propias tijeras de podar puesto que la empresa no ponía las herramientas, cosa que dejó al infiltrado de piedra. Después vino lo mejor: le tocó recoger sandías con un trabajador cuya vida entregaba sin medida a aquellas tierras desde las cinco de la mañana hasta casi las once de la noche. Había sufrido un infarto pero se agachaba y levantaba del tractor al surco, de las sandías al remolque, como si le fuera la vida en ello. Tras comprobar, una vez más, la incapacidad del jefe para cargar las frutas sin reventarlas del golpe, el agricultor estalló y lo largó con viento fresco. Le dijo con una claridad meridiana que no servía para ese trabajo, que su vida era ese bancal y las sandías y que no iba a permitir (tras reventar tres) que cargara una más.
En los descansos de todos y cada uno de esos trabajos, el jefe conversaba con sus trabajadores, que hablaban sin tapujos de lo que pensaban y sentían con respecto a su trabajo. Madre de Dios si eso se pudiera hacer en muchas ocasiones, si los que están arriba arribita pudieran abajarse a codearse con los problemas, las esperanzas, los sueños y las frustraciones de aquellos que están por debajo de ellos, escuchando lo que dicen y piensan desde el corazón sin miedo a perder el trabajo, sin el “respeto” que impone saber que uno está situado en la arena y el otro en la grada con el dedo preparado para girarlo hacia arriba proporcionando el pasaporte a aquello que necesitamos, o dirigirlo hacia abajo y mandarnos al foso de la desesperación. El jefe, pese a lo que, en un principio parecían anomalías, irresponsabilidades o una incapacidad manifiesta de preparar a una persona novata para un puesto determinado, comprobó cómo todos ponían la vida en sus puestos de trabajo, escuchó sus problemas personales y su entrega a sus familias. Justificó su propia incapacidad para desarrollar bien los diferentes puestos de trabajo reclamando más oportunidades, pero olvidó que él no las daba en el puesto de mando.
Ni se imaginan lo que se puede aprender en una noche. Si todas las cadenas de poder tuviesen la oportunidad de convertirse, aunque fuera por poco tiempo, en simples cadenas de bicicletas… ni un Ferrari tendría pistones para adelantarle.