Llamó por teléfono a casa desde Francia. Quería hablar con mi madre para, según ella, despedirse de su mejor amiga de adolescencia, juventud y resto de etapas de su vida. Pensaba dejarse morir y quería decir adiós a la única persona que hablaba con ella desde su amada España, la única que la ata a recuerdos de momentos gratos pese a las dificultades vividas.
Yo conozco muy bien su historia, nos la ha repetido a mi madre y a mí hasta la saciedad en las noches de agosto cuando regresaba a reencontrarse con sus orígenes, con los olores de los guisos tan suyos, con el aceite fresco de la almazara, el vino único de la monastrell, el tiempo detenido en las rejas, las calles de su pueblo donde “el eco dijo: “Tuya es su vida, tuyo es su querer…” el querer de aquel amor que le dio tres hijos y se marchó antes de saber que había engendrado el tercero… Volvía sí, volvió cada año en agosto, durante muchos años, mientras tuvo fuerzas para viajar y algo de dinero para destinar al billete del viaje, puesto que la estancia estaba asegurada en casa de su querida amiga.
Su vida, como la de muchas mujeres valientes que fueron abriéndonos camino, sería digna de una novela que nos recuerde que no hace tantos años nosotros también fuimos emigrantes en tierra extraña, como nos canta el pasodoble. Sí, ya sé que ahora también lo seguimos siendo a través de nuestros hijos y que también lo hacen en condiciones desfavorables, pero es que en los años cincuenta las condiciones más que desfavorables eran absolutamente calamitosas.
La amiga de mi madre, huérfana desde niña, fue primeramente, tras quedar viuda y embarazada, absorbida por unos suegros asfixiantes y dominantes, para ser, poco después, repudiada y obligada a sacarse las castañas del fuego por sí misma. Ella había oído hablar de que en Francia podía encontrar trabajo, si tantos españoles emigraban allí… por algo sería. En una sola maleta de cartón metió las pertenencias de los cuatro y tomó un tren rumbo al mismísimo París. Allí una compatriota le había buscado una habitación sin nada más que un jergón en el que instaló, como pudo, a sus tres hijos mientras ella dormía sentada en el suelo a su lado. Obvio contarles a ustedes las penurias que pasó en un lugar en donde no tenía baño ni cocina y durante mucho tiempo tuvieron que alimentarse de pan y de lo que pillaba. Ni las afrentas que sufrió cuando entró a servir a una casa en donde no entendía nada de lo que le decían. Ni cómo la humillaron ante un grupo de invitados porque le pidieron que llevara al salón el “gató” (¡el paaastel!) y ella agarró al gato de la casa y lo llevó hasta ellos. Cuarenta años de trabajo dan para muchas historias. Pero ella, sorbiendo lágrimas y pensando en los suyos, fue poco a poco mejorando sus condiciones de vida hasta lograr hacerse con una casita y colocar a sus hijos en los trabajos para los que se habían preparado.
Mientras faenaba, cantaba las canciones que acompañaban a los emigrantes: Juanito Valderrama con su “yo soy un pobre emigrante…”; Antonio Molina y su “Adios mi España querida”; o la Piquer con los “Suspiros de España”. Toda su vida entregada abnegadamente a sus hijos. Y tan lejos de su amada tierra. Nunca volvió para quedarse. Siempre estaba ahí para ayudar a un hijo o a otro con nietos o apuros económicos. Siempre hasta que enfermó y se convirtió en un problema para todos y, a la vez, en una pieza codiciada: deshacerse de ella y vender su casa era, en toda regla, matar dos pájaros de un tiro. Le dijeron que, al no poder ser autónoma, mejor que se fuera a casa de los hijos por temporadas, claro, para ayudarles en su manutención sería conveniente hacer dinero sus bienes. Dicho y hecho. Pero la temporada, y con uno solo de ellos, duró mientras se tramitó la venta y se gestionó su entrada en una residencia.
Llamó a mi madre para decirle que se iba a dejar morir. Y no por estar enferma, sino por estar herida de muerte en el alma. “Voy a morirme de pena viviendo tan lejos de ti” cantaba ella para referirse a España cuando llegó a Francia. Pero a mi madre le confesó que el dolor de vivir lejos de su tierra no era comparable con el dolor de comprobar lo lejos que vivía del corazón de sus hijos.