A mi parecer hay una leve diferencia entre ser un racista, ser un grandísimo hijo de… Satanás, o ser un imbécil. No es que sea muy grande, pero existe. Racismo, según el diccionario de la Real Academia Española, “es un sentimiento exacerbado del sentido racial de un grupo étnico, que habitualmente causa discriminación o persecución contra otros grupos étnicos”. A ver, yo creo que se queda corta la definición, porque esa “discriminación” o esa “persecución” no amplían que se sea capaz de llegar hasta la tortura y hasta la muerte. Que se lo digan, si no, al pueblo judío o a los afroamericanos de no hace tantas décadas, por ejemplo. No sigo con los yazidíes, las terribles matanzas entre hutus y tutsis, o bosnios, serbios y croatas, algo más cercanas en el tiempo, ni con Trump que ha llevado a los EEUU a una polarización extrema; o con el xenófobo de Bolsonaro, conocido por sus comentarios racistas y por el aumento de la desforestación del Amazonas; o con Salvini, quien ha alabado públicamente la dictadura de Mussolini, ni con otros ejemplos que corroborarían aún más mis palabras.
Un hijo de Satanás en cambio, es un racista a tiempo completo, y no solo eso ni tampoco solamente con aquellos que pertenecen a otros grupos étnicos, sino con todo y con todos lo que, por alguna causa, por peregrina que parezca, no le cuadre de alguna manera a él.
Y no crean que si entramos en el terreno de los imbéciles, “persona que es poco inteligente, tonto”, según el diccionario de nuestra Real Academia de la Lengua, estamos en menos peligro. Estos son un poco de lo peor de cada uno de los anteriores. Decía Balzac que “un imbécil que no tiene más que una idea en la cabeza es más fuerte que un hombre de talento que tiene millares”. O como dice Ramón J. Sender en su delicioso libro “Adela y yo”: “El enfado de los tontos es más peligroso que el odio de los inteligentes, porque nunca se sabe por dónde van a manifestarse, ni cómo ni cuándo. Además, generalmente no tomamos precauciones contra los tontos y ellos se aprovechan”.
Y digo todo esto porque me entero, por las noticias, de que un grupo de niñatos cainitas le están haciendo la vida imposible al párroco de Benajarafe (Vélez-Málaga), simplemente, porque es negro. Bueno, negro, negro, no es, es hindú y, por tanto, algo más tostadico que los que acostumbran a ver tomando el sol en sus playas malagueñas.
“Negro, te voy a cortar la cabeza para que no te levantes mañana, puto cura” era lo más flojito que le dedicaban. Le han destrozado las persianas y el tejado de la casa parroquial a pedradas, pinchado las ruedas del coche, y atacado físicamente hasta hacerle sentir miedo por su vida.
La cosa es que, aunque parece que está más que claro que los individuos que le han hecho la vida imposible al pobre cura podrían calificarse, a simple vista, de racistas, en realidad son unos cabroncetes a los que resulta difícil meter en uno solo de los apartados que señalaba al principio de este artículo porque suelen hacer los cien metros lisos de uno a otro. Y digo esto porque no le han amargado la existencia únicamente a este buen hombre que tanto sabe de odios e intransigencias, puesto que ya fue perseguido en su país por ser cristiano, sino porque también lograron que se marchara el cura que precedió a nuestro hombre, y ese era blanco, español y anciano para más inri.
Evidentemente, a esos individuos no vamos a venir hablándoles de lo estúpido que resulta juzgar un libro por su portada, máxime cuando han demostrado que lo suyo es cargarse el libro tenga la portada que tenga. Ni tampoco podríamos hablarles de empatía, algo de lo que carecen los psicópatas que andan sueltos como si nada. Tampoco creo que les interese saber que el racismo se cura viajando y que ellos han demostrado estar muy poco viajados.
Desgraciadamente, el episodio de nuestro buen cura negro no es algo aislado en un mundo cada vez más heterogéneo cuyo pilar fundamental es preciso que sea el respeto a la diversidad. Por suerte, en todo ese terremoto racista de Benajarafe siempre hubo un grupo amplio de personas que apoyaron al sacerdote en todo momento. Porque ya sabemos que lo peor de todo no es que los malos hagan cosas malas, sino que los buenos se queden sin hacer nada.