Sacar a pasear a mi perro es algo a lo que tuve que renunciar hace algún tiempo debido a su fuerza, sus ganas de arrebatar pelotas, jugar con todo lo que se mueve… y, por otra parte, mantener a raya las pulsaciones de mi corazón. Así que he perdido contacto con algunos dueños de mascotas con los que solía jugar mi amor perruno. Hace unos días, en los que no había nadie en casa para realizar esa tarea, me armé de valor y me lo llevé hasta una explanada a las afueras del pueblo donde solía jugar con una hermosa bóxer como él.
Mientras ellos corrían, su dueña, con la que mantengo una amistosa relación y a la que hacía un par de años que no veía, y yo nos fuimos poniendo al día hablando de miles de cosas insustanciales para terminar hablando de la esclavitud que supone la limpieza de la casa con un perrito dentro, y de que ella echaba de menos una terraza porque, en el nuevo piso al que se había mudado, no la tenía. Y añadió, textualmente: “Es que no sé si sabes que ya no estoy con mi pareja”. ¿Y qué se hace en estos casos? Pues decirle lo lógico: “Vaya… pues nada, para estar mal acompañada, mejor sola; que a enemigo que huye, puente de plata; que a rey muerto, rey puesto; que seguro que encontraba a otro que la valorara y la quisiera como se merecía…”. Sí, ya sé, se dice lo lógico, pero poco a poco, dando tiempo, manipulando un feedback que todos aquellos que somos espontáneos nos pasamos habitualmente por el forro de la entrepierna, en una palabra: dejando hablar… porque, cuando terminé de soltarle las frasecitas de empoderamiento, ella me miró como lo haría un perro apaleado que no entiende qué puñetas pasa y añadió lacónicamente: “No, si se murió de un infarto”. Y, ahora, sin mucha imaginación, pueden hacerse ustedes una idea de mi cara. “Ya, añadió ella, cuando te has puesto a hablar de salud he pensado que no sabías nada de lo que le había pasado”. Pues no, querida compañera perruna, pues no, porque esa no es la mejor manera de decir que alguien ha muerto. Que el “ya no estoy con él” es una frasecita que se repite con más frecuencia de la que nos gustaría. Que hoy las relaciones no son “como Dios manda”, porque hoy funciona todo como la seda y mañana descubres que es un pedazo de cabrón de tomo y lomo que te está adornando la frente, o porque resulta que la cabrona eres tú y la tentación te ha hecho colocar los ojos, y otras partes del cuerpo, en otro maromo. Que vale que no tenemos el don de Mel Gibson de adivinar lo que piensan las mujeres, y vale que, en muchas ocasiones, calladita estoy más bonita, pero reconocerán, en mi descargo, que cualquiera de ustedes, espontánea o no, habría dicho lo mismo que yo dije. Y no es que se tenga complejo de sangre dispuesta a acudir a la herida sin ser llamada, sino que por elemental educación, por pura conmiseración, por esencial empatía, o, simplemente, porque en circunstancias así no sabes qué hacer o decir, “intentas” restañar con el bálsamo de la palabra el dolor de la persona sufriente que acaba de abrirte su corazón, sin que tú sepas qué llave ha visto en ti para abrirlo.
Aunque ser espontánea puede resultar tanto un defecto como una virtud, y por mucho que, en más de una ocasión nos sitúe en un brete, tanto a nosotros como a quienes nos acompañen, nunca será tan peligroso como cuando se une a la más peregrina suposición que nos cruce la cabeza. Porque ahí sí que la hemos fastidiado, pero bien.
En el magnífico libro de Paul Watzlawick, “El arte de amargarse la Vida”, un señor se dirige a la casa de su vecino a pedirle un martillo, pero por el camino comienza a pensar que igual no se lo deja, o que puede decirle que se compre uno, o, que tal vez se lo va a estropear… y esos pensamientos, esas recelosas y nefastas suposiciones le llevan a decirle a su vecino justo cuando le abre la puerta y antes de pedirle nada, que bien puede meterse el martillo por donde le quepa.
Y no, no se crean que se aprende, ni en cabeza ajena ni en propia. Las suposiciones son un una especie de virus que infectan cualquier pausado y lógico razonamiento o posibilidad y nos convierten en unas locas retorcidas de los peores augurios. La buena noticia es que una siempre puede escribir la segunda parte del dichoso arte de amargarse la existencia. ¿A que sí?