Cuando llevas unos años poniendo la sombrilla en la misma playa, más o menos en el mismo lugar y en el mismo mes, terminas sintiéndote vecino de las sombrillas adyacentes y conociendo, queriendo o sin querer, a quienes se resguardan bajo ellas. Así que, aun sin pretenderlo, te sorprendes comentando para ti misma lo alta que está la niña que casi ayer mismo bajaba en brazos de su madre y la mantenía a remojo en una minúscula piscina hinchable; o lo envejecido que está el anciano gruñón que siempre pone la sombrilla el primero de la playa; o compruebas con tristeza que este año ya no acompaña a la señora del pareo florido el encantador caballero que siempre te ponía al corriente de la temperatura y la transparencia del agua. Ves, aun sin quererlo. Incluso intentando abstraerte porque no quieres hacer juicios, porque estás de vacaciones o porque sí. Pero ves, porque a quienes vivimos para dejar en el estepario espacio de un folio un fragmento de ese universo, que sabemos compartido por tantas vidas, nos resulta muy difícil bajar la guardia, no seguir con la mirada una figura humana y percibir lo que tus ojos ven y lo que tu imaginación continúa creando alrededor de ella.
Así que le diré que los veía, los veía bajar con otros niños, pero estaba claro que los adultos que los acompañaban eran solo los padres de los otros chiquillos. A estos dos pequeños de entre ocho y once años, aproximadamente, se les notaba algo que los hacía diferentes de los otros… no sé, como una sombra de tristeza o de responsabilidad porque cuidaban de que sus dos amigos, aquellos que sí iban con sus padres, no me molestasen esparciendo arena cerca de mí, o se metiesen demasiado dentro del agua. Además se les veía dispuestos a complacer a los adultos que los acompañaban, como agradecidos de que los trajesen con ellos.
Y ya saben, una cosa trae la otra… y la curiosidad que mató al gato también contribuyó a descubrir grandes avances para la humanidad. Ya, ya sé que la mía no traería ningún progreso a la sociedad pero tampoco pensaba que mi interés pudiera descubrirme la soledad de unos niños invisibles y relegados por el exceso de amor. Exceso de amor de sus padres, sí, pero no hacia ellos sino hacia uno de sus hermanos que sufría una discapacidad psíquica.
No les voy a decir los subterfugios que utilicé para acercarme a ellos, la verdad es que cuando alguien está sediento tampoco pregunta mucho a quienes le ofrecen agua. Y esos niños estaban sedientos de atención. Yo me pregunté si sus padres eran realmente conscientes del sufrimiento que experimentaban esos hijos “tan autosuficientes”; si sentían en su alma la fragmentación entre entregar todo su tiempo, su energía, su atención y… todo su amor, al hijo más débil, más frágil, más necesitado y, por otra parte, lidiar con la culpa por no poder dedicar una pequeña porción de atención del inmenso e inagotable caudal que proporcionan a ese hijo. O, por el contrario, estaban tan abducidos por él y por su propio dolor que poco o nada importaban el resto de hijos.
Entiendo que los padres a los que les nace un niño con alguna discapacidad, física o psíquica, en un primer momento tendrán que elaborar un duelo porque el hijo que esperaban no ha venido y no sabrán cómo enfrentarse a la situación que trae ese niño especial. Sé que todo el mundo da consejos al respecto, aunque esas recomendaciones sean absolutamente contrarias unas de otras. Pero es posible que pocas veces se repare en los hermanos cuyo duelo a elaborar es doble: por el hermano y por los padres que ya jamás volverán a ser con ellos los mismos que fueron.
Era tan fácil percibir por las palabras de mis nuevos amiguitos playeros su madurez, tan precoz, una fortaleza desconocida a su edad, altas dosis de responsabilidad, de sensibilidad… la consciencia de que sus padres debían anteponer las necesidades del hermano a las suyas; de que era normal defenderlo de la crueldad o la incomprensión de otros niños… Era tan fácil… que a través de sus poros yo pude sentir su desvalimiento, su necesidad de que los vieran y los reconocieran.
Les dije que al llegar a casa besaran fuerte, fuerte, a sus padres. Asintieron sin preguntar la razón, pero en mi corazón abrigué la esperanza de que, como en el cuento, ese beso de amor los despertara y les dieran a esos niños un lugar tan preferente como le habían dado a su hermano.