No es que septiembre no sea un mes perfecto para marcharse de vacaciones, pero digamos que los elegidos por excelencia suelen ser julio y agosto. La vacación debería llamarse vaca-acción porque esos benditos días de asueto suelen ser los reyes del mambo para ponernos como vacas y “vacos” en cuanto desparramamos las carnes en la arena. Que ríanse ustedes de la operación biquini. Para operación, operación, la del chiringuito. Desde enero, nada más salir de los polvorones, con la boca cosida y moliéndonos en el gimnasio para poder embutirnos en los bañadores y en la ropa de verano, que tienen la jodida costumbre de encogerse de un año para otro… y llegan las vacaciones… y a tomar viento esfuerzos y sacrificios. Que sí, ya que sé que tampoco es cuestión de andar el resto del año con la dieta del melocotón y el pollo, pobre pollo, que si ya era triste el plato en sí, si ahora le añadimos que los quieren apartar de las gallinas… ya va a ser la leche, y no la merengada precisamente. Pues eso, que no se trata de ir por la vida contando calorías, pero tampoco es cuestión de dejar las carnes libres y el estómago al pairo. Que nos sentamos en el sombraje del chiringuito y nos da igual encontrar un pelo en la ensaladilla (claro, que siempre puede ser un “cabello de Ángel”, el cocinero), como escuchar que el arroz se está pegando, por nosotros como si se mata, con que nos lo traigan a la mesa en cualquier estado nos basta.
Y que me dicen de esa bolsa de deportes repleta de buenos propósitos y de libros para el verano… de los propósitos mejor no hablar, que vemos una nubecilla al final del horizonte y ya tenemos razones suficientes para no salir a caminar o a correr por si aquello le diera por convertirse en gota fría. Además, luego están los cuñados y los vecinos y todos aquellos a nuestro alrededor convenciéndonos de la caló que hace como “pa” salir a sudar más. Mejor una cervecica fría y tumbona que para correr ya está todo el año. Y en cuanto a los libros… ufff… si cada vez que lo abrimos nos entra un sueño del copetín. Claro, es que la hora de la siesta o la última del día, rendidos y a las tantas, no son las más idóneas para coger un libro. Y nuestros proyectos de leer en la playa terminaron convirtiéndose en partidos de palas, bueno, partidos, partidos… más bien en un recogepelotas continúo, pero teniendo en cuenta que ese es el único ejercicio que hacemos, pues lo aceptamos gustosos.
Y luego está ese corazón “partío” entre el inicio del año del almanaque y el inicio del año en las agendas escolares, que hasta en la heladería de la playa hicieron la última noche de agosto la fiesta de Nochevieja, manda huevos, brindando con turrón helado y horchata, claro, que tampoco hay mucha diferencia entre las cenas pantagruélicas de diciembre y las que llevamos día tras día de agosto. Y, encima, como nosotros los murcianos somos tan chulis, salimos de vacaciones y seguimos metiéndonos en jardines, digo en huertos, con sus morcillas, sus pataticas asadas, su zarangollo, sus paparajotes… vamos, que lo único ligero, que se podría pedir para cenar sería liebre… al ajillo.
Vamos, que tras la operación chiringuito-huertos, nos toca volver a echar la persiana a la boca y agarrar, como locas, la punta de ese acordeón en el que hace tanto que nos convertimos y empezar a recoger pliegues. Siempre pliegues para dentro, pliegues para afuera. Y de cañas… solo queremos hablar de las que lleven colgado un hilo y un pez en el otro extremo. Que una cosa es tener voluntad y proponerse no comer de ciertas cosas y adelgazar, y otra bien distinta tener que lidiar a cada momento con las tentaciones más… tentadoras. Que vale que para eso se llaman tentaciones, pero es que nadie que no viva en un continuo control del peso sabe lo insoportable que puede convertirse la vida cuando convives con quienes no solo no tienen o no quieren hacer ningún tipo de régimen, sino que, encima, están todo el día dando la murga con que no pasa nada porque te haya pasado diez kilitos de más. ¡Diez kilos!, la madre que lo parió, Y dice que no pasa nada. Que parece que ellos se meten las cervezas entre pecho y espalda y a quienes nos engordan es a nosotras. Y que a nadie se le ocurra explicarme la teoría de los vasos comunicantes.
Y digo yo, por mucho que nos deprima no caber en la ropa del año anterior, no será mejor comprarnos ropa más grande y decirnos a nosotras mismas: “Mimisma, tú no estás gorda, tú lo que estás es el doble de buena”.