Cuando hace unos días, en plena hecatombe de gota fría, a mí se me ocurrió decirle a una buena amiga, que no paraba de mandarme vídeos terribles sobre las consecuencias de las fuertes lluvias, que no se preocupara porque ella nada podía hacer al respecto… dejó el whatsApp de inmediato y me llamó directamente para recriminarme mi insensibilidad y mi falta total de empatía ante los desastres que estaba sufriendo tanta gente.
Quizás en otro momento hubiera logrado hacerme sentir como un bicho despreciable, pero a estas alturas de mi vida he entendido, por fin, la gran diferencia que hay entre pre-ocuparse y ocuparse directamente. Ella podría estar muy, muy, preocupada, pero ese sentimiento no le conducía a nada positivo, ni siquiera a movilizarse para poder ayudar a otros en la medida de sus posibilidades, que ya sé que no se va a ir a entorpecer las labores de los especialistas en sacarnos de culera, pero… por ejemplo, podría haberse ofrecido como voluntaria para rescatar a vecinos en apuros, o acoger a perricos de los albergues, que están casi al aire libre asustados de tantos truenos y tanta lluvia, como han hecho otros. Ante sus críticas airadas, intente mantener la serenidad, sabedora de que ésta no es producto de una calma exterior, ni de que todas las cosas rueden según los planes acordados por nuestra mente.
Un pequeño cuento, de mi admirado Mario Alonso Puig, habla de un rey que intentaba transmitir a su hijo la idea de lo que era la serenidad, así pues convocó el más grande e importante concurso de pintura que mostrara esa idea. De todos los lugares del reino llegaron obras que reflejaban maravillosos mares en calma, cielos despejados, paisajes con bandadas de pájaros que creaban una sensación de armonía y de paz… etc., salvo una obra pintada en tonos oscuros, poca luminosidad y un mar que mostraba una terrible tormenta estrellando de continuo olas en un acantilado. El rostro del rey, que mostraba una cierta decepción a medida que veía todos los cuadros tan similares, expresó un entusiasmo inigualable con esa extraña pintura ante el asombro de toda la corte que pensaba era producto de un demente, sin embargo, proclamó: “Éste es el cuadro ganador”. Obviamente, todos pensaron que se había vuelto tan majara como el autor. Pero el rey obligó a sus consejeros a acercarse al cuadro para mostrarles que entre las rocas había un pequeño nido con pajaritos recién nacidos. La madre los alimentaba completamente ajena a la tormenta que estaba aconteciendo.
Y es que la serenidad no viene de vivir en circunstancias casi perfectas, como pretendían reflejar equivocadamente los pintores del cuento. La serenidad surge de mantener centrada la atención en aquello que es una prioridad para nosotros, independientemente de las dificultades que nos rodeen.
Otra cosa es la preocupación y la ocupación de la Delegación del Gobierno que puso en alerta a todas las administraciones: Confederación Hidrográfica del Segura CHS), la Mancomunidad de los Canales del Taibilla, Policía Nacional, Guardia Civil, las Fuerzas Armadas, entre las que se encuentra la Unidad Militar de Emergencias, la Jefatura Provincial de Tráfico, la Demarcación de Carreteras del Estado, Capitanía Marítima, Autoridad Portuaria, Cuerpo de Bomberos… empresas de ámbito supraautonómico como Naturgás Energías, Telefónica, Renfe e Iberdrola… etc. con el fin de adoptar los necesarios protocolos de actuación. Y, por supuesto, los trabajadores que se han encargado de esos respectivos protocolos. A todos ellos gracias, gracias, gracias.
Entre tantísimo vídeo que circuló ante mis atónitos ojos sobre los desastres que la lluvia es capaz de producir, no resaltaría el de un gran supermercado inundado; o el del terrible socavón que se llevó el agua del Trasvase, ¡gracias a Dios! a un pantano; ni el que muestra la terrible avenida de agua llevándose coches o tragando casas…; eso está ahí, ha ocurrido, ha costado vidas y va a ser muy, muy, muy difícil recomenzar de nuevo. Pero creo que, tras una desgracia, hay que mirar siempre hacia adelante. Si he de elegir, me quedo con los vídeos de todos aquellos que han arriesgado sus vidas para salvar la nuestra. A ellos, gracias infinitas en nombre de la humanidad. Y en ese nombre resalto tres: uno en el que sale un tenor en mitad de las calles inundadas cantando lo hermosa que es Murcia –porque lo es, seca, mojada o arrasada-; otro de mi hijo mostrándome el perro que acababa de salvar de las aguas y al que estaba bañando y desparasitando en su propia bañera; y otro de unas amapolas azules bajo la lluvia, en el Himalaya. Porque, a pesar de todo, quiero aferrarme a la idea de que “Ninguna noche ha vencido a un amanecer. Y ningún dolor a la esperanza”.
Creo que eso “se llama calma. Y me costó muchas tormentas conseguirla”.