Recuerdo con absoluta nitidez el pequeño tocadiscos que tenía mi padre en el que ponía discos de vinilo de una colección que guardaba de los cantantes famosos de los cincuenta: Lola Flores, Antonio Molina, Juanita Reina… etc. Crecí escuchando aquellas canciones y emulando a las folclóricas para regocijo y entretenimiento de los míos.
Entonces, aunque me sabía al dedillo las letras de las coplas, yo no tenía ni puñetera idea de lo que decían. Ni siquiera he pensado en ello durante el resto de mi vida hasta que hace unos días un amigo mío me hablaba de lo complicado de su situación. Él todavía sigue enamorado de su mujer, pero se separaron porque a ella se la acabó el amor por él. No digo que eso no sea lo más honesto, pero tampoco puedo decir que no sea una pulla de picador a la autoestima. Durante bastante tiempo él no logró salir con amigos empeñados en presentarle a una u otra candidata “perfecta” para recomponer su maltrecho corazón. Pero, pasados más de dos años de duelo, aceptó volver al mercado de los solteros y consintió que sus allegados organizaran cervezas y salidas con chicas con las que la ilusión volviera a anidar en él. Vaya por delante que es un chico atractivo, con una posición estable y reconocida. Es amable, culto, tiene buena conversación… y no es porque sea mi amigo, pero no se le puede poner un pero. Sin embargo, cuantas veces se ha atrevido a tener un acercamiento con alguna de esas chicas, una vez pasados los primeros jijis y jojos, cuando viene aquello de comprometerse de verdad… salen por pies. Entiendo que, continuar enamorado de su ex, puede resultar un impedimento para iniciar una nueva relación, pero lo cierto es que él pone todo cuanto está en su mano para que la cosa resulte, pero este afán nuestro de andar perdiéndonos por el pasado, por parte de él, o de un miedo paralizante hacia el futuro, quizá por parte de ellas, hacen que nuestras mentes hagan los cien metros lisos del pasado al futuro cruzando fugazmente, y perdiéndonos, el regalo del presente. Pasamos por momentos maravillosos como lo hacemos a veces por un museo, sin detenernos a mirar el cuadro, la época, los colores, el autor…, como si lo hiciéramos por una calle entre automóviles. Pero no es de eso de lo que les quería hablar, sino del sentimiento que produjeron en mí sus palabras desoladas. Sin saber por qué, ni a cuento de qué, me vino una canción a mi mente con tal fuerza que casi parecía una inspiración de lo que mi alma me estaba pidiendo que hiciera en esos momentos. La canción era de Lola Flores y hablaba de dar una limosna de amor. “Dame limosna de amores, dámela por cariá. Pon en mi cruz unas flores, que Dios te lo pagará”. Y pensé que ojalá que pudiésemos dar limosna de amor. La limosna que otros necesitan, en la medida que la necesitan, con el tipo amor que necesitan, sin que eso supusiera una traición, un menoscabo, un deshonor a nuestras parejas y a nosotros mismos. Poder poner unas flores en sus cruces sin esperar pago alguno, ni de ellos, ni de Dios. Pero lo cierto es que eso no es posible y aunque nos enternezcamos con el sufrimiento de aquellos que amamos hay limosnas que nos es imposible hacer llegar al otro.
Hace un tiempo, se desató una especie de escándalo porque una señora se dedicaba… más o menos a un tipo de limosna carnal. Bueno, limosna, lo que se entiende por limosna no exactamente, de hecho, por el 2009 cobraba doscientos euros por servicio. Lo de la idea de limosna viene porque trabajando en club de prostituta comprobó que las chicas despreciaban a “hombres en sillas de ruedas, con síndrome Down, tetrapléjicos, con obesidad mórbida, a los cojos, a los quemados, a los que llevaban gafas con el ancho de la luna de un blindado, a…” Y decidió proporcionarles “esa limosna de amor”, obviamente previo pago. Así que, por mucho que ella hable de esa entrega generosa por su parte, yo más bien veo que de limosna… “na de na”. A no ser en esa acepción negativa: “Cantidad demasiado pequeña de dinero que se da como pago por un servicio o un trabajo”.
Dicen que “quien mendiga amor, tan solo recibirá limosna”. Pero muchas veces no nos damos cuenta de que no tenemos que esperar que pase ningún tren porque el tren somos nosotros y quienes quieran viajar a nuestro lado solo tienen que subir en él. Para los demás… están los andenes.