Mírese en el espejo, pero no se vea las canas, al natural o teñidas; las arrugas que descuelgan, como si llevasen invisibles pesas, las cejas y las comisuras de los labios; la mirada cargada del sufrimiento que la Vida ha ido colocando sobre sus párpados. No repare en sus hombros caídos por el desaliento, ni dé tregua a la preocupación por la falta de trabajo de sus hijos o porque sus parejas sean la cruz (o la cara) de ellos y usted, aunque no los soporte, se los tenga que comer con patatas. No tenga en cuenta las traiciones, las decepciones, los desencantos de maridos, mujeres o amigos. No piense que ya está de vuelta de todo, que la ilusión es para los niños, que nada como los lejanos días de su infancia cuando la vida transitaba amable por sus carnes y su casa. Aleje –con la fugacidad de una estrella fugaz– de su pensamiento las humillaciones sufridas, las cuentas sobre cómo llegará a fin de mes, la envidia cochina y verde que siente por esa gilipollas del quinto a la que le falta escalera o ascensor para pasar como si fuera la reina de Saba cada vez que se cruza con usted. No rumie su dolor de espalda o de piernas ni atribuya a la edad su despiste, su desmemoria, su mala leche o sus quejas. No justifique su insomnio con la edad, ni tampoco la imposibilidad de llevar tacones de vértigo o enseñar sin pudor sus rugosas rodillas. No.
Olvídese también de cabalgatas de Carmenas con Reyes Magos disfrazados de Agatha Ruiz de la Prada, o de reyes falsos pintados con betún para que parezcan negros y concédase un espacio de vacío en su mente.
Entonces, por unos momentos intente proyectar sobre esa imagen que le devuelve el espejo la poca o mucha inocencia que pueda quedar aún en su aljaba. Frene los caballos del juicio, de la crítica, de… “vaya sandez con la que se está descolgando hoy la zagalica esta” e intente ver a esa criatura que fue hace –¿cuánto?– ¿cuarenta?, ¿cincuenta?, ¿sesenta? años… No importa los que haga. Por muchos años que hayan pasado, tras esa coraza que nos recubre, y mediante la cual procuramos que no se nos hiera demasiado, sigue habitando aquel niño que fuimos, aquel niño que soñó con una noche mágica durante la cual sus deseos se cumplirían, aquel niño que pidió juguetes que nunca le trajeron los Reyes, pero que siguió esperando, confiando y creyendo en ellos año tras año. Aquel niño revoltoso y travieso que comenzaba a mostrar que igualmente podía ser tranquilo y modoso cuando apenas faltaba unos días para el paso de Sus Majestades por su casa. Véase también en ese otro niño que siempre conseguía lo que quería: los juguetes que pedía, los caprichos, los dulces… los algodones en el trato, en el colchón y en la vida hasta que faltaron quienes escribían las cartas a los RR. MM… Véase finalmente en el niño que fue y en el que quiso ser, en el que creyó que era y en el que todos creyeron que era. Tiene todas las posibilidades abiertas y disponibles.
Entonces permítase conectar con la magia de esta noche, con la fuerza de esa magia cuidada por nuestros abuelos y nuestros padres, con la magia de todo puede ser posible. Y note cómo su corazón se va llenando de diminutas estrellas, de música, de la luz que irradiaba su mirada tan sólo hace unos pocos años atrás. Y crea de nuevo. Dicen los nuevos gurús que basta creer para crear. Crea que esta noche todo puede ser posible de nuevo. Pida el deseo, como esas Miss Universo de belleza, de que en el mundo es posible la paz, porque usted la está sintiendo totalmente en su corazón. Crea que el hombre ha dejado de ser un lobo para el hombre; que los alquileres de vivienda son razonables y asequibles a sus hijos; que todos los políticos son tan honrados como sus amigos o sus familiares metidos en política; que hay trabajo para todos sin que nadie deba emigrar; que las mafias de trata de seres humanos jamás han existido; que el hombre cuida el planeta como a la niña de sus ojos. Que no hay lugar para la maldad, la extorsión, la crueldad… Crea de nuevo en el amor. Crea, por favor, que esta noche todo le será concedido.
Porque esta noche está cargada de magia. Y eso… –la magia– nada ni nadie, salvo nosotros mismos, puede arrebatárnosla.