Uno de los primeros recuerdos que tiene de su padre es lanzandola al aire como una pelota mientras ella reía feliz y confiada de que en su bajada no chocaría con el suelo sino con las manos de él, robandosela al espacio, sujetándola por la cintura apenas unos instantes para volver a lanzarla de nuevo para arriba en medio de su risa nerviosa y feliz. Otra de esas primigenias evocaciones es de éste bailando con ella desde las melodías machaconas de los coches de choque en las ferias del pueblo hasta la “Marcha Radetzky” en los conciertos de primeros de año que retransmite la televisión. En todos los momentos en los que se sitúa con él, ella siempre sale ganando: era el juego feliz; la princesa del mejor de los reinos; el barro tierno que él modelaba enriqueciéndolo con valores; la alumna aventajada de un maestro ducho en las artes de la vida; la seguidora de un guía espiritual que le proporcionaba las herramientas pertinentes para darle sentido a la existencia, tanto en el más acá como en el más allá.
Desde sus ojos de niña, aquel hombre altísimo -que los años fueron convirtiendo en uno de estatura normal- era su mundo, el único hombre que querría tener en su vida. Entonces no sabía ponerle palabras a lo que sentía, más tarde sí, al crecer supo que él representaba el tiempo detenido en el amor y en la seguridad de saberse a salvo de todo peligro.
Después, los recuerdos se superponen, vienen y van, se enredan como cerezas en un cesto, tiras de uno y salen otros cuantos enganchados a ellos para detenerse tanto en los momentos nimios como en los más importantes de su vida en los que siempre, invariablemente siempre, él estuvo junto a ella: su graduación universitaria, los ingresos en los hospitales, las excursiones familiares, las frustraciones de los primeros amores, los paseos por el campo, las fiestas de cumpleaños, de Navidad, las pocas vacaciones y las muchas no-vacaciones… el día aquel en que lo encontró con los ojos llenos de lágrimas mientras miraba el interior de una caja donde guardaba todas las tarjetas que año tras año, en su más tierna infancia, ella le había ido realizando para el Día del Padre… aquellos mismos ojos, también humedecidos por el orgullo y el amor, el día que la llevó al altar. Cómo caminaba junto a ella, ofreciéndole su brazo mientras la miraba extasiado. Cómo le hacía sentir mientras le decía: “Camina despacio, disfruta de este momento, hija”. Eres la novia. Hoy no hay nada ni nadie más importante que tú. Así que no tengas prisa en que acabe”.
Desde sus ojos de mujer, sabía que no importaba que acabase el día o la celebración porque para su padre ella siempre sería la más y lo más importante del mundo.
A medida que los recuerdos se acercaban en el tiempo al presente, la bruma feliz que recubre los más lejanos solía ir desapareciendo para imponer una realidad poco grata en ellos. Realidad que resurge con más virulencia cuando cada año llega el diecinueve de marzo y él ya no está para recibir su felicitación por el Día del Padre. Dicen que la nostalgia es la felicidad de estar triste. Y es posible, porque ella dibuja una sonrisa de triste felicidad cuando recuerda tantos años celebrando ese día, haciendo grande y especial un día en donde la sonrisa y la felicidad de su padre llenaban todas sus horas. Y, aun sin querer, compara las celebraciones, aquellas más lejanas en donde el vigor de un hombre joven deja paso a la vulnerabilidad de un anciano. Aunque nunca variara en él su capacidad de entrega y cariño.
Y desde sus ojos de mujer madura que ha aprendido a capear los vaivenes de la vida gracias a los mapas y a las hojas de ruta que su padre siempre puso en sus manos y que sabe que no importa que se marchara porque él vivirá siempre en ella y en sus hijos, siente que por muchos josés, o josefas, pepes o pepas, que haya en su vida, el diecinueve de marzo siempre será el día de su amado padre.