Hace muchos años que asisto a clases de yoga. Bueno, asistía. Tenía una maravillosa profesora que murió de un cáncer y de tristeza por separarse de su marido. Las alumnas nos quedamos huérfanas porque nunca antes habíamos conocido a alguien con la magia que ella tenía para impartir clase. Unas se fueron a pilates, otras a gimnasia de mantenimiento, otras nos quedamos haciendo levantamiento de croquetas y algunas se apuntaron a ballet. Como quiera que “casi” todas las que íbamos a yoga éramos ya bastante talluditas y muy poco espigadas, sino todo lo contrario, cuando una de mis amigas me dijo que asistía a clases de ballet, casi me parto de risa imaginando -y comparando, todo hay que decirlo- a mis compis con aquellas piruetas graciosas y patosas a las que nos tenía acostumbrados la gran cómica Lina Morgan.
Sin embargo, a mí no se me pasaba que, cuando me juntaba con mi amiga “la bailarina”, ella caminaba más derecha, sus movimientos eran más gráciles, y, ojo al dato, muy importante: aguantaba la sentadilla del váter público manteniendo el palmo de distancia sin quejarse. Ella insistía en los beneficios de la danza y en lo que le aportaba trabajar con un profesor como Ochoa, que ha sido solista en la Compañía European Ballet en Londres, que ha pertenecido al Ballet de Víctor Ullate, que ha bailado en los más prestigiosos teatros del mundo y que es un excelente profesor, pero a mí no lograba convencerme con sus palabras. Cosa distinta ocurrió con su porte. Así que… decidí probar para autoconvencerme de que quien llevaba la razón era yo. Por Dios, por Dios… aquello era un mundo maravilloso y desconocido para mí en donde poco a poco comencé a verme como la primera bailarina del… iba a decir del Cascanueces, pero seré humilde y diré “cascapanchitos”. Durante un año todo ha ido bien. A clase íbamos una serie de chicas de “cierta edad” que, como todos sabemos, es la más incierta de todas las edades, unas más rellenitas, otras menos, algunas más jóvenes… pero vamos… cada una iba a lo suyo y ninguna se comparaba con otra ni para mejor ni para peor. La cosa es que con el cierre de curso y la actuación final, una buena mañana nos juntamos en clase nosotras y las adolescentes que llevan bailando desde antes de salirle los dientes, ellas sí: altas, espigadas, con sus tutús y una gracia… que solo con mirarlas se nos caían las bragas al suelo. La crías comenzaron a lo suyo hasta que repararon en nuestros movimientos. Yo las miré y leí en sus ojos sus pensamientos, nos miraban -a “algunas”, todo hay que decirlo- como un grupo de focas bailando mientras buscan el pescado de la comida. Se estaban descojonando literalmente. Y yo comencé también a hacerlo al imaginarme como me veían. Pero, saben, “la vida es como la subida a una montaña, a medida que escalas te van faltando las fuerzas, pero la vista es cada vez más clara y diáfana”. Miré a mis compañeras felices, llevando sus cuerpos hasta el límite que ellos les marcaban, sin miedo al ridículo o a las risas de aquellas angelicales criaturas que parecían flotar, y pensé en la cantidad de cosas que a lo largo de la vida nos perdemos porque creemos que ya no tenemos edad, por aquello que puedan pensar de nosotros, por miedo al ridículo… por tantos y tantos impedimentos que, si no nos los ponen, corremos nosotros a ponérnoslos. Y me sentí feliz y libre. Me pareció que aquel microcosmos era un ejemplo perfecto de la Vida. No es verdad que “querer es poder”, a todas las que estábamos allí no gustaría poder emular a las primeras figuras de un ballet, al igual que los aficionados a escribir querrían escribir obras maestras, o cualquier músico ser un virtuoso del instrumento que ame, o a un cocinero ser el mejor… etc. etc. Pero sí es cierto que “hace más quien quiere que quien puede” y que, a medida que vamos consumiendo los días de nuestra vida, vamos abriendo nuestras expectativas, incluso inversamente proporcionales a nuestras posibilidades físicas, disfrutando de cada segundo conscientes de que jamás llegaremos a bailar “El lago de los cisnes”, pero que todos los días podemos morirnos de risa, estirar los músculos y ser más gráciles bailando “la charca de los patos”.