Pasados los primeros chistecitos sobre el enlace de la duquesa de Alba, casi todos crueles, aunque de un ingenio y una brillantez extraordinaria -me viene a la mente el que decía que la tarta se cortaría con la mítica espada Excalibur que fue adquirida por la duquesa durante su estancia como Erasmus en Camelot-, ahora llega el momento de la reflexión sobre un acontecimiento que, nos parezca una gilipollez o no, ha dado la vuelta al mundo.
Nos encontramos sumidos, además de en una ya larguísima y “casi” insolucionable crisis económica a la que me niego a seguir dando palabras, en plena luna de miel de una mujer que se ha puesto por montera a tontos y listos de esta “España nuestra, ay, ay, ay”, que diría la canción de Cecilia. Y yo, la verdad, no es que quiera negarle a esta buena señora todo su derecho a pasarlo bien como y donde pueda, pero eso no es óbice para reconocer que la miel de su luna tiene que andar como para que su señor consorte desista de hincarle el diente. Ya se sabe que si ustedes compran miel comercializada, tratada, estirada y disfrazada no tendrán ningún problema en que ésta, con el tiempo, se les haga un pan, dulce, pero duro y seco que es lo que ocurre con la auténtica miel, es decir, con esa otra que todavía se puede conseguir en algún pueblo perdido y que va “directica” del panal a la despensa. Pero, a lo que iba, aquí, con esta desigual boda, en todos los sentidos: edad, cuna, estatus, salud, bolsillo, belleza, edad, bolsillo -vaya, ya había dicho lo de la edad y lo del bolsillo- se han llenado páginas de prensa y horas televisivas, sin embargo, en ningún momento se ha hablado de la raíz del problema, de un problema que no sólo afecta a vetustas duquesas, a escritores ancianos y famosos o a hombres asquerosamente ricos pero absolutamente decrépitos –son hombres en su mayoría-. Aquí, parece que nadie se ha dado cuenta de que el auténtico problema no es el dinero, el interés, la hipocresía del mundo -era patético ver cómo jaleaban a una momia descalza llena de tiritas en los pies, mientras se tambaleaba haciendo como que bailaba, con el correspondiente miedo de su ya marido a que se descuajeringase del todo-. No, el problema, a mi parecer, no es ese que tanto ha dado que hablar, el auténtico problema es que pocos de nosotros sentimos que envejecemos por dentro. Comprobamos, con los años, que nuestra carrocería se va desajustando de nuestro interior, que nos faltan fuerzas…, pero pocas veces vemos realmente ese deterioro externo. En nuestro interior seguimos siendo, ¡sintiéndonos!, aquellas muchachas capaces de despertar las más dormidas pasiones, aquellos chicos que se comían el mundo y que gracias a su voluntad, a su valentía y a sus muchas horas de trabajo fueron capaces de levantar imperios listos para ser colocados a los pies de la primera pelandusca que les haga creer que los ve, ¡que nos ve!, justo como nosotros mismos nos vemos.
Esa es la cuestión. He ahí el problema. El sibilino problema que nos pasa desapercibido. Se reía el personal a mandíbula batiente, hace unos días, en una sala de espera de un ambulatorio, porque una anciana de ochenta y seis años, en rehabilitación por la rotura de un pie, decía que le había recomendado el médico que ya no utilizara tacones. Los muy idiotas se reían mientras comentaban por lo bajini que qué quería “la vieja de los cojones”. Qué iba a querer… Lo que querremos todos al llegar a ciertas edades, pensar que la miel que contenemos sigue líquida y, por patético o triste que parezca, que nadie nos venga a decir que se nos ha hecho un pan duro. Y no, la solución no es evitar que “hagamos el ridículo”, sino inventar un colirio que cure el ridículo de los ojos del mundo.