“La amistad es transparencia, /es franqueza, lealtad,/ respeto y sinceridad/ en mutua correspondencia./ Es un néctar, una esencia/ de incalculable valor,/ es el hombro acogedor/ donde el alma se desnuda/ y se convierte en ayuda/ en el momento peor.” Esta preciosa décima espinela es obra de Antonio Sánchez Marín. Trovador, como él se denominaba. Se denominaba, sí, porque hace apenas unas horas que se nos murió. Para mí, además de un amigo, era un poeta, un poeta capaz de componer perfectas décimas espinelas encuestión de segundos de los temas más peregrinos que le planteases. Lo conocí hace años, cuando decidieron regalarme el nombramiento de “Musa del Trovo” los troveros de nuestra Región y, desde entonces, hemos cultivado una entrañable amistad. Por eso, cuando hace un par de días, su hija me llamó para decirme que su padre había muerto, entendí perfectamente la canción de Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo…” Ni lo puede llenar otro amigo ni queremos rellenarlo. Cada amigo, cada persona que llega a nuestra vida tiene su espacio, su luz, su árbol, su viento, su estrella en nuestro corazón. Y cuando se nos va, su espacio queda vacío, pero su estrella sigue brillando en nosotros mientras seamos capaces de recordarlo.
Dice John Donne: « La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque como yo forma parte de la humanidad; por tanto nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Siempre doblan por nosotros cuando un hombre muere, pero lo hacen de manera más intensa cuando quién se va se lleva una parte de nuestro corazón.
En esta loca semana de puentes… entre la Vida y la Muerte –no hay más que ver los muertos que han quedado en las carreteras- ante el resultado de uno de los muchos accidentes entre unos jóvenes moteros, cuyas edades apenas sumaban entre los tres cincuenta años, y ya con el vacío en mi alma de mi amigo, no he podido evitar reflexionar sobre la tremenda levedad del ser humano y de cómo unos nos aferramos a la vida, luchando a brazo partido con la muerte, como me consta que hizo Antonio, mientras otros la dilapidan ofreciéndole su cuello a la guadaña de la velocidad, la imprudencia o el alcohol.
Calderón de la Barca, por boca de uno de sus personajes decía que la Vida era “Un frenesí, una ilusión, sombra, una ficción…” Y hasta es posible que el ser humano lo vea en ese mismo orden que lo describe nuestro insigne poeta. Quizá para los jóvenes, los del accidente y otros como ellos, la Vida no sea más que un frenesí, puro arrebato, riesgo, excitación. Aunque eso conlleve que sus padres mantengan de continuo en sus labios una plegaria que intente detener el paso de la muerte ante la promesa de vida no cumplida. Es posible que, pasado ese frenesí, la vida sea pura ilusión: enamorarse, amar, tener hijos, contemplarlos, besarlos… Y, a medida que vamos echando años en nuestras alforjas, nos demos cuenta de que la vida pasa como una sombra a la que no podemos asir, de la que no podemos retener ni extraer a quienes amamos… una ficción, una quimera, un engaño que nos pone frente al espejo de nuestras grandezas y nuestras miserias.