Las palabras han huido de mi ordenador, se han atrincherado tras la impotencia de muchos padres que contemplan nuestro absurdo sistema judicial que permite que los asesinos de sus hijas estén riéndose de ellos y de la justicia, y, cuando pretendo arrastrarlas hasta la pantalla, me traen latidos llenos de incomprensión… Intento buscar otras pero también se han sublevado contra mi mano y han ido a esconderse a Bagdad, tras unas ropas sangrientas que cubren la piel de mujeres y niñas, y, cuando tiro de ellas y alguna vuelve a mis manos, me las mancha de sangre, de un aterrador sentimiento de desolación, de miedo, de tragedia, de sufrimiento, de incomprensión… Regresan las palabras de lugares dispares y traen todas el mismo estremecimiento. Y entonces se me cuelan en la garganta y forman todas juntas la palabra rabia y siento que me ahoga porque no sé cómo hacerles llegar a unos y otros un poco de justicia, de esperanza…
Dinamito la prensa y las palabras vuelan sobre mi cabeza, entonces busco -mientras caen lentamente como hojas en otoño- paz y lealtad y justicia, o ternura, caricia, esperanza… No consigo encontrarlas, sin embargo a mi alrededor caen conciencia social, clamor contra los atentados y la injusticia, amor, utopía… caen en el suelo y desaparecen como corroídas por algún desconocido ácido. Sobre las cenizas de esas palabras quedan suculento negocio, reparto de piel de oso, partidos políticos, dinero, manipulación… No me gustan, y vuelvo a quedarme sin palabras. Salgo desesperada a la calle con la intención de recoger algunas de las que se crucen los viandantes, pero éstos corren de un lado para otro sin mirarse, sin saludarse. De pronto, una chica ayuda a una señora a levantar un cochecito de bebé para entrar a una farmacia, me espero dispuesta a cazar la palabra “gracias”, pero la otra continúa su paso sin mirar a la samaritana, ante el desconcierto de ésta.
Me niego a quedarme sin una ración mínima de palabras optimistas y pongo la tele –ahí tengo que encontrar alguna, por narices, me digo-, preparo la red y en pocos minutos tengo -creo- suficientes, así que, sin demorarme más, las extiendo en la lonja de mi mesa dispuesta a clasificarlas: corrupción, insultos, atentados, desvergüenza, polvos en directo desde una supuesta casa, no sé si de hermanos o de putas, guerra entre primeras y segundas mujeres de toreros… Y también vergüenza propia, mucha, por la desvergüenza ajena: palabras inmensas como tiburones, montajes, insultos, analfabetismo, triunfos fáciles, monstruos…, palabras que son minas para el cerebro inteligente y que estallan, revientan y destruyen la honestidad, la ética, los mínimos y básicos principios morales, los valores por los que algunos se rompen el espinazo… Así que, de nuevo, no tengo palabras.
Yo sé que esto se debe a una travesura de ellas porque saben que no puedo vivir sin poseerlas o, quizá, están tan asustadas como yo y huyen. Yo también huiría ¿pero a dónde? Frente a la pantalla de mi ordenador, inclino la cabeza porque me parece escuchar palabras allá en el fondo… casi como un eco de caracola, pero no suena el mar sino un viento que arrastra dolor, injusticia, ruidos de bombas, olor de sangre fresca, de muerte… que se estrellan en mi cara y me impiden disfrutar del olor de las pocas hojas caídas en este caluroso otoño de mi tierra. Definitivamente, no tengo palabras.