Según uno de los principios de psicología, no son los acontecimientos los que nos hacen sufrir, sino la percepción que de ellos tenemos. Para dicho está muy bien, incluso pueda que sea cierto (o lo es), lo malo es que no siempre estamos capacitados o dispuestos a cambiar nuestros sentimientos porque la visión que tenemos de los hechos nos parece que es inalterable.
Una tiene todo el derecho del mundo a sentirse enfadada, por ejemplo, si camina por la acera y, de pronto, un capullo prepotente con un cochazo impresionante se le sube a la misma, aparca con toda la cara, y le obstaculiza el paso obligándola a esperar a que dejen de pasar coches por la calzada para poder bajar, rodear el coche y seguir su camino. Y por mucho que la psicología diga que hay que ser generoso con los berrinches, vamos, que hay que darlos, no tomarlos, pues la verdad es que nos tomamos más de cuenta. Pero ¿qué ocurre cuando, tras el acontecimiento mencionado y la imprecación que, con toda seguridad sale de nuestra boca, nos damos cuenta que el susodicho es uno de nuestros más queridos amigos, o un familiar cercano…? Pues que nuestra actitud cambia y hasta somos capaces de decirle, si llegara el caso de que él se disculpara, que no pasa “na”.
Y es que somos, en una gran parte, agua, capaces de pasar de un sólido y frío cubito al líquido elemento, pero no tanto por percepciones o palabrería interna, sino por el calor que emita la estufa del corazón.