Según la “Cabra Mecánica” la felicidad debería ser abstemia, porque en cuanto se toma dos copas de más se le olvida que nos quiere y, claro, todos deseamos ser amados por la felicidad.
Ser feliz (aunque no se sepa con certeza qué coño es eso) debería considerarse una prioridad, no sólo personal, sino a nivel de Estado. Me explico: cuando nos sentimos tristes, deprimidos, preocupados, frustrados, o sea, infelices, nuestro sistema inmunitario se vuelve vulnerabilísimo y cualquier chuminada nos mina la salud, o sea, gasto farmacéutico al canto. Mientras que cuando nos sentimos pletóricos, por ejemplo: enamorados, que es el estado que genera más efervescencia felicil, nuestras endorfinas andan más revolucionadas que las burbujas de una gaseosa agitada llevando hasta los últimos confines de nuestro organismo un estado de satisfacción increíble.
Si pensamos que el hombre es el único animal con la capacidad de reír o de encontrar el lado gracioso en todo lo que acontece, la verdad es que empeñarse en ver sólo la parte negativa de cuanto nos rodea debe ser bastante penoso y deprimente.
Un proverbio viene a decir que, cuando hace viento, el marinero pesimista maldice, el optimista espera a que pase, y el realista ajusta las velas ¿Por qué la felicidad no puede ser algo así como un ajuste entre los desastres que impiden sentirse dichosos y el goce de todas aquellas cosas sencillas pero deliciosas?
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Dice el profesor Bueno que “La felicidad es un concepto peligroso que habría que liquidar” y, seguramente, muchos se preguntarán cómo definir entonces a eso que se siente al abrazar al hijo recién nacido; al mirar un amanecer desde la playa; al tomar las manos de alguien que se ama; al escuchar la lluvia desde la cama; al realizar un viaje anhelado…
¡Ay! “Felicidad, que bonito nombre tienes. Felicidad, vete tú a saber dónde te metes…” ¡Anda que, cómo lo supiéramos, le íbamos a hacer ascos!