Casi tropiezo con ella a la entrada de un supermercado.
Es una mujer joven, pero su enorme orondez y su desarreglo personal la hacen parecer mayor. Lleva el pelo por el hombro, evidentemente sucio y graso, viste una especie de bata amplia, con bolsillos, como de andar por casa una persona mayor, y unas chanclas de dedo. Camina cabizbaja como si el peso de sus pensamientos le impidiera elevar la cabeza y casi arrastra de la mano a una niña de unos seis años, de ojos negros y grandes que me mira y me sonríe. No lleva carrito de la compra, así que fabulo con la idea de que le ocurrirá como a mí misma me ha ocurrido muchas veces: que entro a comprar un artículo único y determinado, y acabo cargada como una mula de otros que me van saliendo al paso y que, considero, pueden resolverme una cena o un almuerzo familiar.
Se dirige delante de mí en la misma dirección que voy a tomar: el departamento de carnes. Me ha llamado la atención desde el primer momento, así que la observo a una corta distancia mientras disimulo mirando las bandejas de carne preparada. Toma en sus manos un pollo envasado mientras la niña la escruta con la mirada. Lo deja y comprueba el precio de otras bandejas de pollo troceado para, finalmente, colocar en su antebrazo unas carcasas de pollo y unos filetes de tocino. Sin mirar demasiado a las estanterías cargadas de comida, pasa hasta la parte de los dulces: magdalenas, galletas, cereales, chocolate… A la niña se le iluminan los ojos y le señala unas galletas, pero ella toma otras de mayor número de unidades y de menos coste. La pequeña hace un amago de puchero, se restriega los ojos y deja, dócil, que la mujer vuelva a tomarla de la mano y tire de ella. Giran ahora hacia la parte de la perfumería. Se acercan a los probadores de colonia y pone sobre la manita y la cara de la pequeña una colonia tras otra. Ahora la niña ríe e intenta agarrar uno de aquellos frascos, pero la mujer se lo impide y se dirige directamente a un tarro de gel de marca blanca.
Sin perderla de vista, pienso, por un momento, si su desaliño, tan llamativo y alarmante que la invisibilizan como mujer, no se deberá, más que a una dejadez personal, a un cansancio por hacer frente, cada día, a los mismos problemas, muchos de ellos con el mismo argumento: el económico. Especulo que, si no se tiene para comer, difícilmente se puede andar pensando en emperifollarse o en comprar alimentos de régimen, por muy saludables que sean.
La veo dirigirse hacia el pan, así que giro veloz hacia las galletas y tomo un par de cajas de las que había señalado la niña, unos chocolates, unos de botes de crema de cacao y alguna de las golosinas ya envasadas, y me voy rápida a una de las cajas, mientras veo como se acerca la sonrisa de la niña. Le indico a la cajera que se las dé una vez que haya salido y me vuelvo a comprar lo que había ido a comprar mientras intento ocultarme tras una pila de pasta para ver la cara de la niña. La mujer se acercó a otra caja diferente, pero la amable cajera depositaria de mi encargo, cuando caminaban hacia la puerta, llamó a la pequeña y le puso la bolsa a sus pies. Abrir la bolsa, los ojos y la boca fue todo uno. La mujer le habló algo a la cajera pero esta hizo un gesto con la mano indicando la puerta mientras se encogía de hombros.
La mujer joven, oronda, despeinada, sin arreglar… invisible a todas luces para cualquier hombre, salió como había entrado: cabizbaja, triste, arrastrando, tras unas manecicas pequeñas, todo el peso que durante siglos han soportado las mujeres cuyos cuerpos han sido el yunque del martillo de la vida.