Trabajaban juntos en la misma entidad aseguradora. Se caían bien desde siempre y, cuando él enviudó, ella, que ya llevaba mucho tiempo separada de su marido, vio un mundo de posibilidades que le acercaban hasta aquel hombre que, más que un simple compañero de trabajo, lo era también de confidencias, de innumerables horas compartidas y de sentimientos reprimidos.
Como ya estaban algo mayorcitos, ambos rebasaban con holgura la cuarentena, pelaron la pava lo justo para que sus hijos, los tres de ella y los cuatro de él, se conocieran, se midieran y crearan sus filias y sus desafortunadas fobias. Y pusieron fecha a la boda dependiendo de la venta de sus respectivas viviendas en pro de una única, amplia y cómoda casa familiar a las afueras de la ciudad.
Esto de sumar familias numerosas en donde supuestamente cada uno, de su leche, aporta al nuevo grupo familiar lo mejor de sí, queda muy bien para las series televisivas extranjeras. Y hasta da mucho juego ver cómo se resuelven las diferencias entre los nuevos hermanastros, muy a la americana. Pero aquí somos más griegos, nos tira más la tragedia. Además, la realidad siempre supera a la ficción. Si en una familia cuyos padres son comunes a la prole ya se organizan, de manera habitual, roces, inconvenientes y las dificultades propias de la convivencia en donde no es extraño escuchar a uno de los progenitores, cuando está de morros con alguno de sus hijos, decirle al otro: “Tu hijo/a no ha pegado golpe en todo en día y cuando le he dicho (vaya usted a saber qué cosa) me ha contestado…”. O sea: “Tuuuu hijo”, aunque se haya tirado doce horas de parto…, la cosa se complica infinitamente cuando ese hijo es, efectivamente, sólo hijo de uno de ellos.
Pero, volviendo a la historia que quiero contarles, les diré que la coexistencia común de ambas familias sacó pronto a relucir las preferencias televisivas de unos y otros y, evidentemente, las debilidades de todos. Él estaba acostumbrado a que, en su casa, se veían los programas televisivos que él prefería. Cosa totalmente opuesta a lo que ella tenía acostumbrada a su prole, que siempre elegían cadena y serie. Los conflictos no tardaron en llegar puesto que la madre intentaba defender los ratos de ocio de sus hijos por encima de los gustos de su marido. En realidad, la televisión no era más que un escenario en donde proyectar otras muchas y variadas desavenencias y desencuentros.
Por si faltaba algo, casaron precipitadamente, aunque como un regalo a su intimidad y acercamiento, a uno de los hijos de ella, al que más abiertamente se enfrentaba al marido de su madre. El chico estaba a punto de ser padre y tenía un buen trabajo, así que pensaron que su responsabilidad para con él llegaba hasta allí. Pero la sombra de la crisis es alargada… y, al poco de nacer… “los gemelos”, el muchacho se quedó sin trabajo. En la casa de su mujer hacía mucho que se daban una discreta vuelta por Cáritas para poder calentar el estómago, así que… ¿adivinan? Pues sí: el hijo pródigo volvió al hogar materno con su prole…
Les aseguro que estas cosas me recuerdan aquel juego infantil de “Puño, puñete, estaba la reina en su gabinete…” en donde se van añadiendo un puño tras otro hasta intentar una torre infranqueable.
Tan infranqueable como la posibilidad de salir huyendo uno u otro de los cónyuges: ambos habían invertido lo que tenían, y lo que pudieran llegar a tener, en aquel proyecto de sueño americano. De aquellos antiguos compañeros de faena sólo quedaba el trabajo común y la casa “familiar”. Las dulces miradas se volvieron huidizas y hoscas. Las confidencias, insultos. Los roces furtivos y complacientes, amagos de empujones y la reprimida hostilidad de ambas proles, guerra abierta y sin cuartel.
A mí siempre me ha parecido que algunas películas y series americanas nos han hecho mucho daño. Aquí somos poco de comedias. Aunque haría bien algún que otro director de comedia americana en rodar esos otros daños colaterales y emocionales, que nunca salen en los papeles, pero que son igual de “graciosos” que los que produce la tan cacareada problemática financiera. A ver si alguien consigue encontrarle la gracia que aquí a nosotros, a todas luces, se nos escapa.