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Ana María Tomás

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LO QUE OS SALE DE… LAS ALFORJAS

Mis queridas majestuosas majestades:

Hace bastantes… bueno, algunos años, cuando yo era pequeña me dijeron: “cuando seas mayor, si eres buena, algún rey mago te regalará un abrigo de visón, pero, si eres mala, te regalarán montones”. Yo, francamente, no alcanzaba a entender el premio por ser mala, aunque me gustó la idea, sin embargo, cuantas veces intenté ser menos buena, tantas veces recibí tales reprimendas de mis progenitores que se me acabaron las ganas de ser mala por muchos abrigos de visón (pobres animalicos) que pudiera tener.

Tengo que deciros que estoy un poco hasta… justo hasta donde pensáis, de pediros año tras año agua y que me traigáis botijos, vamos, que no dais una ni en clavo ni en herradura. Al principio pensaba que, quizá, no me había explicado bien, así que opté por ser más explícita, cosa que me sirvió de poco porque volvíais a traerme lo que os salía de… las alforjas. Después pensé que, tal vez, se trataba de ser un poco más empática con el prójimo, de sonreír más, de agradecer cada día las pequeñas cosas, de dejarse “putear” un poco, ya sabéis… así que, empecé a ponerme en lugar de algunos políticos y a pensar que si lo hacían tan mal no sería porque fueran unos imbéciles ineptos, sino porque, los pobres, no sabían hacerlo mejor. También intenté ser empática con alguna hijaputa que hizo todo lo posible por arruinarme la vida, por tanto, imaginé que joder al prójimo no es más que alguna ráfaga de locura transitoria de la que no siempre se puede sustraer el ser humano. Seguí siendo empática con conductores que parecían buldogs y me insultaban sólo porque yo respetaba las señales de velocidad, médicos sin vocación que me despachaban en segundos sin dejarme hablar de mis dolencias, transeúntes amargados que se abrían paso a codazos o empujones… En fin, llegada a tal punto de empatía con cualesquiera de los hacedores de las faenas recibidas, y siempre pensando en la posible recompensa de sus majestuosas majestades, que todo hay que decirlo, decidí sonreír también fuera el que fuese el viento al que tuviera que enfrentarme. Sonreí siempre, tanto, que más de uno llegó a pensar que lo que ocurría realmente era que llevaba demasiado tirantes las coletas del pelo. Sonreí a la dependienta prepotente y estúpida que, sin mirarme, me lanzaba la compra, tras haberla pasado por el lector de barras, como si fueran bolas de petanca. Sonreí a la vecina antipática que me despellejó cuando me puse la falda más corta, a los funcionarios que me hicieron ir una y otra y otra vez a solucionar trámites burocráticos, al policía que me puso una multa porque no conseguí plegar el coche y metérmelo en el bolsillo o en el culo directamente y tuve que aparcarlo donde pude… Y, por supuesto y finalmente, agradecí. Agradecí el sonido del despertador porque, claro, eso quería decir que tenía trabajo. Agradecí tener lavadoras y lavadoras que poner colmadas de ropa y más tarde las horas y horas de plancha porque eso indicaba que tenía muuuucha ropita para ponerme… yo y el resto de mi tribu. Agradecí que mis hijos destrozaran con rotuladores, plastilinas, yogures, o, directamente, caca, el sofá recién comprado o las paredes recién pintadas porque eso, evidentemente, significaba que tengo una maravillosa familia…

Sin embargo, no creáis que las tengo todas conmigo de que, pese a ser una experta ¿encajadora? de putadas cotidianas, esta vez os pida carne y no hagáis que me muerda la lengua para tenerla, así que, antes de volver a sufrir otra decepción con vosotros ¿Sabéis qué os digo? Pues que ya podéis “desesdecepcionarme” a lo grande o pienso pasarme, para el resto de mis días, a Papá Noel. Hala. Y quien avisa…

Y, además, este año no pienso poner ni un puñado de pienso ni mucho menos un solo mantecado y del vino de Jumilla ni hablamos…

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