En la magnífica película titulada La milla verde, uno de los protagonistas, un negro grandullón y bondadoso con capacidades curativas milagrosas llamado John Coffey, asegura que la muerte y violación de dos niñas pequeñas se debió al amor que se tenían la una a la otra. “Las mató el amor” les explicó a los policías. Para quien no la haya visto, le pongo en antecedentes: ocurrió que durante la noche uno de los trabajadores del rancho de sus padres se coló en el dormitorio de ellas y, mientras que las violaba, las amenazaba con que, si una de ellas gritaba, mataría a la otra. El amor que se tenían las mantuvo a ambas con la boca cerrada, sin gritar, sin avisar a sus padres, hasta que el criminal se las cerró definitivamente.
Hace unas semanas, la noticia de que un padre, en el cementerio de Sant Andreu (Barcelona), había matado a su hijo discapacitado para terminar suicidándose él, me hizo exclamar la misma frase de Jonh Coffey: “Los mató el amor”. A medida que leía la reseña en el periódico, me reafirmaba en mis palabras, sobre todo, por cuanto decía sin palabras, por todo lo que podía leerse de los acontecimientos sin estar escrito. El padre, un hombre de setenta y cuatro años había enviudado una semana antes y había quedado al cuidado de un hijo de cuarenta y seis años en estado vegetativo y padeciendo, además, una enfermedad muy grave. Así que, el pobre hombre no vio más luz que la de llevar a su hijo ante la tumba de su madre y allí, ante los fríos brazos del panteón materno, le descejarró unos cuantos balazos para terminar disparándose a sí mismo.
Cuánta soledad, desesperación y negrura tuvo que sentir ese pobre hombre para matarse y matar a su propio hijo, un niño grande al que, evidentemente, había cuidado con amor y dedicación durante cuarenta y seis años… Y cuánta valentía precisaría para apretar el gatillo. La desesperación y la valentía se le puede presuponer, pero lo que dejó expresado de forma manifiesta fue la vulnerabilidad y el desamparo en el que, con toda seguridad, lo había dejado su mujer. Ella tuvo que ser el huevo que hilara la salsa frágil de sus vidas, el timón que dirigiera, contra toda tempestad, la barca hasta un puerto seguro, la fuerza y el soporte de los tres y, una vez muerta ella, todo carecía de significado. Por eso fue su tumba y su lejana presencia la elegida para partir. Quizá ella estaba allí, sentada en la piedra esperando para abrazarlos una vez que ambos cruzaran la laguna Estigia.
Unos dicen que la vida no nos pertenece, que no tenemos derecho sobre ella ni, mucho menos, a privar a otros de la misma. Otros opinan que si hay algo que es intrínsecamente nuestro es la vida y que, por tanto, podemos disponer de ella como nos plazca.
Unos abogan por la instalación en este mundo, dentro de las coordenadas espacio-tiempo, es decir, por el instinto de conservación. Otros pretenden romper las barreras que aprisionan al hombre en un deseo de perpetuación con un Todo que transciende la vida y la muerte.
Pero ¿se puede entender que, en nombre del amor, alguien corte las amarras que nos unen a… la “vida”? ¡Quién sabe! Primero tendríamos que definir qué entendemos por vida y, por supuesto, por amor. De todas formas el amor siempre ha sido causa de grandes hazañas. Por otra parte Eros y Thánatos están vinculados desde el principio de los tiempos. Y al igual que la perpetuación se sirve del amor, ¿por qué no ha de hacerlo la cesación?
Como diría Jonh Coffey, no fueron las balas quienes dieron muerte a ese padre y a su hijo, sino el amor. Los mató el amor. Definitivamente, el amor los mató.