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Ana María Tomás

Escribir es vivir

VAMOS A MONTAR UN FOLLÓN

 

“Cuando la vida se viste de infierno, la muerte se disfraza de cielo”. Escuché esta frase hace tiempo y la archivé en la memoria. No sé de quién es, pero me ha resultado muy ilustrativa a la hora de definir algunos suicidios -aunque, realmente, creo que los define a todos-. Esta semana, un matrimonio de ancianos ha decidido quitarse la vida después de recibir un aviso de que iban a ser desahuciados de su casa por impago. Para cualesquiera de nosotros, la casa representa la protección, la seguridad, el refugio, la calma, el reposo del guerrero… pero para una persona mayor es todo eso y mucho más: es el hogar donde han visto transcurrir sus vidas, crecer a sus hijos, acumular sus recuerdos… es un lugar que pueden abandonar los pies, pero no el corazón, así que consideraron que era más soportable, para ellos, desertar de la vida física que de esa otra vida que le arrancarían al tener que dejar su casa.

No son los primeros que se ven en esta situación. Y, probablemente, la pérdida de su casa, dada su avanzada edad, puede que no fuese por su causa o por sus deudas, sino por el aval efectuado a alguno de sus hijos. El amor de los padres -por regla general- no tiene límite y, desgraciadamente, el egoísmo o la insensatez de los hijos, tampoco. No digo que este fuera el caso, aunque muy bien podría ser, pero sí conozco bastantes ejemplos en los que los hijos piden a los padres que asuman una responsabilidad que va más allá de lo que la decencia moral dicta.

Es verdad que los acontecimientos que están ocurriendo a velocidad de vértigo están trastocando muchas cosas y cambiando otras que la sociedad “del bienestar” impuso como lo más normal del mundo, cuando nada tenían de normal. Es verdad que todos hemos ambicionado mucho más de lo que podíamos económicamente codiciar. Es verdad, aunque por el cambio de moneda lo habíamos olvidado, que nadie da duros a cuatro pesetas. Es verdad que los bancos durante mucho tiempo nos han dado soga larga para que pudiésemos ahorcarnos con soltura. Y es verdad que ni la izquierda (recuérdese las declaraciones, en diciembre del 2010, del ministro de Fomento, José  Blanco, en donde no contemplaba “bajo ningún concepto” que la entrega de la vivienda compensara la deuda hipotecaria, cuando lo planteó CIU) ni la derecha, hasta hace unos días, barajara semejante operación. Pero no cabe duda de que algo se está moviendo, algo está cambiando. Quizá porque, al igual que con la crisis, también con la podredumbre y con la desesperación hemos tocado fondo. Y ahora ya sólo nos queda comenzar a nadar hacia arriba en esa putrefacta piscina. La unión hace la fuerza, no cabe duda. Y fuerza es la que están haciendo desde las calles vecinos anónimos que impiden, aunque sea momentáneamente, que alguna familia quede en la calle. Fuerza también la impotencia de los jueces que tienen que ir a echar (para qué vamos a andar con eufemismos) a familias a la calle. Fuerza la solidaridad de muchos que, cuando menos tienen, más comparten. Fuerza la valentía de la joven Beatriz Talegón, que, con un par de ovarios, preguntó a sus compañeros socialistas si realmente consideraban que se podía acometer una revolución desde un hotel de cinco estrellas. Aunque…, a tenor de los resultados, yo creo que sí, porque, como dice Sabina en una de sus canciones refiriéndose a la Magdalena, tenía un corazón cinco estrellas. Estas, más que en los hoteles, cuentan en los corazones.

A Beatriz no le ocurrió como a una joven que se presentó ante el grupo de amigas con un montón de bates de béisbol en una mano y un puñado de preservativos en la otra con la duda de si le habían dicho que iban a montar un follón o a follar un montón. Ella, sin lugar a dudas, ha montado un buen follón y se ha pasado por la piedra, dicho sea de paso, a un montón de incoherencias.

Es triste que hayan tendido que quitarse la vida algunas personas para que se reconsidere que el mundo está cambiando, que ya no nos valen los convencionalismos establecidos, ni los dividendos disparados, ni los lucros sin control, ni la desvergüenza generalizada. Que de acuerdo, que todo tiene un precio, pero nada es equivalente a una vida humana.

Lo que ocurre es que el ser humano ha de recordar lo olvidado: que lo mejor de la vida es gratis. Como dice F. Cabral: “una vida sin alfombras, pero con sonrisas y los ojos abiertos al sol”. Y esto vale para los altos, los bajos, los gordos, los flacos, los…

 

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