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Ana María Tomás

Escribir es vivir

EL PRECIODE NO RECONOCER ERRORES

Es cierto que errar es de humanos. Dicen, también, que rectificar es de sabios. Pero mantenerse en el error puede tener muchos nombres. Podría llamarse obstinación cuando el errado “no tiene opiniones, sino éstas a él”. Podría denominarse estupidez cuando el errado no permite que nada ni nadie lo saque de su equívoco porque considera que está en posición de la verdad absoluta. Y podría llamarse imbécil-orgullo cuando el “herrado” teniendo en las mismísimas narices las pruebas irrefutables de que ha metido la pata hasta la cintura persiste y persiste y persiste en su error durante días y meses sin querer bajarse del burro sólo por no tener que agachar la cabeza y reconocer que se equivocó. Y esto puede que, en una simple diferencia de opiniones, de creencias, de ideología…, no tenga mayor importancia, pero… cuando se trata de vidas humanas, de muertes violentas, o, mejor dicho: de asesinatos… casi pasa de orgullo imbécil a no tener nombre.

Eso es lo que ha hecho la forense de la Policía Nacional, Josefina Lamas con el caso Bretón. Casi un año de dolor, de angustia para unos y de puro pitorreo para otros, por negarse a reconocer que no había sido capaz de ver que verde por fuera, rojo por dentro, pepitas negras… sandía, seguro. O… por lo menos pensar: “vamos a ver si es sandía”, en lugar de descartarlo a priori aduciendo que era un plátano. No quiero meterme en jardines frutales como ya hizo la señora Aznar con los homosexuales, pero es que esto de confundir huesos y dientes de niños con los de roedores… no es confundir dátiles con tomátiles. Sobre todo, dándose el cúmulo de indicios que indicaban que en la finca de las Quemadillas podía estar encerrada la solución al enigma. Hasta para el más profano en la materia resulta sangrante pensar que le hayan podido pasar desapercibidos a toda una señora forense que el padre de los niños desaparecidos estuviera con temple suficiente como para bromear sobre putas, con los policías que le custodiaban, mientras se buscaba a sus hijos; que hiciera una hoguera que parecía una falla justo el día en que, supuestamente, había perdido a los niños; que hubiera comprado gasolina como para quemar la finca por los cuatro costados; que hubiese una mesa volcada que ejerciera de pared de horno… y lo más vergonzoso, agárrese, no ya que no fuese capaz de diferenciar huesos humanos de huesos de animales, ni que su supuesta experiencia de veinte años no le indicara que la distancia que había desde los dientes encontrados hasta los huesos de los tobillos, pasando por alguna vértebras -claramente humanos pertenecientes a un niño de la edad de Ruth- era justo la altura que puede tener un niño de esa edad, sino que no fuese capaz de reconocer, a través del estudio de esos huesos al microscopio, que eran humanos. O es que su prepotencia era tal que ni se le ocurrió pasarlos por él; porque una servidora ha tenido la oportunidad de ver al microscopio unos y otros y les aseguro que hay diferencia.

Entiendo que debe ser duro para alguien como ella reconocer que se equivocó, sobre todo, porque si lo hizo en un caso tan flagrantemente claro, quién nos asegura que no haya ido metiendo la pata de caso en caso. Y debe ser duro porque esa rectificación no la ha hecho por humildad, por el simple reconocimiento de que, como humanos, podemos equivocarnos, no. Se ha retractado de lo dicho porque el profesor antropólogo forense Etxeberría, junto con el paleontólogo Bérmudez de Castro, han tumbado de lleno con un testimonio que ha sido, más que un argumento, una clase magistral, la vergonzante tesis que llevaba la señora Lamas.

Y yo me pregunto -me imagino que como muchos de todos ustedes- ¿cómo es posible que, a estas alturas, con todos los capítulos de CSI,  Bones, Mentes criminales… etc. que llevamos en las pupilas, pueda ocurrir algo así? ¿Cómo es posible que antes de que saliera a luz pública la argumentación de esta, a todas luces, inepta -por su arrogante estupidez, no por su equivocación humana- no se hubiese pedido la corroboración de otros forenses, sobre todo teniendo en cuenta todas las pruebas que apuntaban hacia este pobre monstruo capaz de arrancarse un ojo con tal de dejar ciega a la madre de sus hijos.

Añade, también, la cita con la que he comenzado el artículo que “perdonar es divino”. No sé cómo andará Ruth, la madre de los niños, de parte divina, pero si esa parte se le ha ido de viaje… ¿podría alguien culparla de haberle pagado sólo el viaje de ida?

 

 

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