Hace algún tiempo leí un libro en donde se planteaba la idea de que todos los seres humanos teníamos una estrella brillante que recogía nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestros proyectos de futuro, pero siempre aquellos que nos inducían a levantarnos todos los días con ilusión, a luchar por ellos, a mantenernos vivos al margen de lo que pudieran aportarnos económicamente. En él se hablaba, por ejemplo, tanto de personas corrientes y molientes, como de músicos, escritores, artistas, creadores vocacionales sin un duro y a quienes no les importaba dormir o vivir en condiciones infrahumanas y lejos de los suyos con tal de conseguir que esa estrella siguiera viva, brillando y guiándolos por entre las sombras de la cotidianidad, de las responsabilidades, de sus propios miedos y, sobre todo, de las decepciones de
Recuerdo que, cuando lo leí, me sentí identificada con esas palabras, como si todas y cada una de ellas recogieran mi sentir, mi lucha por vivir con la palabra, para la palabra, por la palabra y hasta de la palabra. Dicen que la juventud (nada que ver con la edad) está ligada intrínsecamente al mantenimiento de los sueños y que no se envejece por la edad, puesto que hay viejos de veinte años, sino por alejarse de las ilusiones, por reemplazar éstas por las responsabilidades hacia otras personas a las que amamos, por inmolar los sueños en aras de realidades ni la mitad de gratificantes que ellos, en fin… por dejar apagarse la estrella.
Un buen amigo mío dice que con los años tenemos que aprender a renunciar a aquello que nos aparta de nuestro camino en
Quizá el problema estribe en que esperamos demasiado, tanto de los sueños como de los demás, o de nosotros mismos. Tal vez podrían ayudarnos las palabras del escritor griego Nicolás Kazantzakis: “Nada debo, nada temo, nada espero, soy libre”. Aunque…, todo hay que decirlo, esas palabras estén escritas como epitafio en su tumba.