Hace años escribí el siguiente poema: “Las madres tienen ojos en la espalda,/ visión nocturna, rayos x,/ un ignoto y ancestral sistema/ de comunicaciones sin cable/ y clarividencia lejana./ Se la ganaron, en una partida de amor,/ al ángel de los niños./ Y hacen pactos con él,/ relevos, cambios de guardia,/ a veces, guardia doble,/ según ven el peligro. Cuando lo hice, estaba convencida de mis palabras. Mis hijos eran pequeños y yo pensaba que mi amor por ellos era lo suficientemente poderoso como para protegerlos de todos los peligros. Ellos alucinaban con que yo fuese capaz de predecir caídas o incidentes. Y les fastidiaba enormemente (¡A quién no!) que, a toro pasado, les apostillara que ya les había avisado antes de que ocurriese. Pero, claro, mi radio de acción se circunscribía a un pequeño coto cuya vigilancia ejercía personalmente con denuedo.
Ocurre que los años de los hijos van ampliando ese espacio hasta que el horizonte queda lejanísimo para el amor de una madre, por inmenso que éste sea. Ocurre, también, que, a veces, ese ángel guardián al que tantos niños se encomiendan le pilla en un fuera de juego, y los niños quedan al pairo de peligros inimaginables. No es necesario que se expongan a la soledad de una peligrosa calle en mitad de una noche, es suficiente con tener una compañera de colegio que les tenga envidia o experimente hacia ellos una rabia contenida vaya usted a saber por qué.
Y así, una niña en Seseña o en cualquier punto del mundo puede ser asesinada sin que ninguno de sus “ángeles” pueda hacer algo por ella.
Cosa distinta es cuando son los “ángeles”, en especial el materno, quienes desertan de su cuidado. Como he dejado claro, soy consciente de que no siempre podemos proteger a los hijos, pero una cosa es no poder y otra desertar de esa función. O ¿acaso no es deserción que unos padres, en este caso muchos, dejen que sus niñas con trece, catorce o quince años se vayan solas, desde distintos puntos de la geografía española, hasta Madrid o Barcelona a dormir durante más de una semana en la calle para asegurarse que serán las primeras en entrar a un concierto, en este caso del grupo alemán Tokio Hotel?
Cuando vi las imágenes en televisión de unas niñas que confesaban abiertamente que pasaban un “miedo espantoso” al verse solas durante la noche a las puertas del solitario y apartado lugar donde se realizará el concierto, además de preguntarme si serían conscientes del peligro que corrían y, por supuesto, de pensar que esas imágenes no contribuían en nada a su seguridad, sino todo lo contrario, me surgió la duda de si sus padres estarían viéndolas en televisión en esos momentos y si podrían dormir o saldrían a toda leche a brindarles su protección o a llevárselas a hostias hasta casa.
Estamos tan equivocados pensando que querer a los hijos es darles cuanto quieran que no nos damos cuenta de que abdicar de nuestra protección no sólo es un acto de desamor, sino la mayor muestra de irresponsabilidad que unos padres puedan hacer.
Las guardias dobles de los ángeles protectores no sirven de nada sin los límites bienhechores. Habrá niñas expuestas a acuciantes peligros que jamás les sucederán, otras, como la de Seseña, encontrarán el peligro y hasta la muerte donde jamás se podría imaginar que se escondiera. Por el contrario, otras niñas, quién sabe si educadas en la violencia o la venganza, y, desde luego, libres de límites, ejecutarán con mano fría y corazón de hielo a quienes crean que pueden venir a ponérselos.
Y, probablemente, todos los padres de esas niñas se pregunten qué fue lo que no hicieron y que podría haber cambiado los destinos de sus hijos. Y de ellos.