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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Puentazo del copetín

Que la vida es como un viaje es algo que suele repetirse con tanta frecuencia que casi se ha desvirtualizado su auténtico significado; quizá si en algún momento se nos permite ser conscientes de esa transitoriedad, de esa brevedad de estar en la única parte que conocemos (hasta ahora nadie ha venido a decirnos cómo se está en aquella otra de “más allá”) es cuando nos disponemos a realizar un viaje más largo de los que habitualmente solemos hacer y en un medio con el que no estemos ni muy familiarizados, ni muy convencidos, llámese avión o barco. Porque ¿no me negarán que hay auténticos paranoicos en este tema? Y, si uno no lo es cuando el vecino de asiento se decide a compartir sus temores y preocupaciones sobre el misterio de mantenerse en el aire, al final, se acaba, si no acojonado, sí con la suficiente aprensión y ganas como para hartarlo a guantazos.

Habitualmente nos dedicamos a vivir -que no es poco- o en el peor de los casos a sobrevivir en una vorágine que nos lleva, que nos arrastra, sin plantearnos que en cualquier momento podemos dejar de funcionar como cuando se le funden los plomos a un aparato eléctrico. Y es, precisamente, cuando sales de viaje y pretendes dejar las cosas -ya saben, papeles, trabajo, relaciones interpersonales, etc.- un poco en orden, cuando nos damos cuenta de que eso es prácticamente imposible: se tienen tantos frentes, tantas estancias, tantas puertas abiertas que la sola idea de que no podemos regresar a organizar todo aquello es suficiente para jorobarnos hasta el viaje más fabuloso de nuestra vida. Y, sin embargo, los seres humanos nos pasamos el año anhelando “puentes” y “acueductos” que nos hagan saltar de un día de fiesta a otro mientras discurre bajo sus ojos algún que otro día laborable.

Viajar es siempre enriquecedor, pero no es igual de divertido hacerlo solo que enmarcado en un grupo de amigos, aunque, en algunos de esos casos, ríanse ustedes de la “Odisea” o aseguren, sin temor a equivocarse, que su inmortal autor la gestó en algún desplazamiento.

A un amigo mío le gusta contar un chiste que, por viejo, no deja de ser gracioso, sobre todo porque lo escenifica: trata de los apuros de un mal estudiante que esconde la chuleta en el interior de la cintura del pantalón y que termina diciendo que la tierra que descubrió Colón se llama “Zara”. Y ¿por qué digo esto? Pues precisamente por eso, por las etiquetas. Tal vez sea porque vivimos en un mundo de “marca” por lo que nos cuesta tanto renunciar a ponerlas -sigo con el viaje-, por tanto, en ese grupo de amigos del viaje cada uno lleva la etiqueta que el otro le ha puesto o que él, libremente, se ha colocado: están los que creen que pueden salvar al mundo; los que piensan que el mundo entero está contra ellos; los especialistas en joder la vida al prójimo; los perdonavidas; los capullos, a secas; los que tienen tanto amor dentro que van derramándose al menor de los movimientos; los que están tan necesitados de caricias que, como los girasoles, van buscado el color y el calor del sol de la ternura; los que viven en continuo estado de alerta elaborando defensas ante los demás y ante sus propias emociones; asépticos e inconmovibles ante todo y ante todos; los que se abandonan en un salto al vacío a los diferentes sentimientos y matices que recibe, etc. etc. etc.

En fin, un viaje es como una burbuja en ese inmenso baño de espuma que es la vida y todos somos pececitos de colores -aunque algunos sean pirañas-. Y no es que seamos cada uno un mundo sino que cien mundos diferentes habitan en cada uno de nosotros. Y, desde luego, no es necesario descender a la morbosidad, indignidad, despropósito y desprestigio del ser humano, como se ha descendido con el vergonzoso experimento de programas televisivos como “Gran hermano” o la “La isla”, para comprobar, organizar, o prever la respuesta ante determinadas situaciones, basta con leer a los clásicos, mirar -viendo- a nuestro alrededor, o marcharse un par de semanas de viaje. Eso sí, sin repetir lugares, porque como digo en uno de mis poemas (“Memoria Intacta como el ámbar”): “Si alguna vez se fue feliz/ en un lugar inmenso/ -y más si es ya remoto-/ jamás se ha de volver./ Los años los encogen,/ los contraen, los abrevian:/ convierten los palacios/ en casas de muñecas.”

Pues eso, conditio sine qua non: no tropezar en la misma piedra, llámese lugar o persona.

 

 

 

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