¿A alguien de ustedes, en su sano juicio, se le ocurriría la idea de poner a un desertor de un combate a dar clases magistrales sobre cómo enfrentarse con honor al enemigo? No ¿verdad?. En todo caso, de lo que se le podría pedir que hablase sería de cómo poner distancia por medio a toda velocidad. Pues parece ser que todo un profesor (Vincenzo Maria Mastonardi) de la Facultad de la Sapienza, en Roma, no ha tenido mejor idea que llamar a Schettino, el capitán del “Costa Concordia” hundido por su vanidoso e irresponsable lucimiento ante la paya que llevaba escondida en su camarote para que diserte (no deserte que es su especialidad) “sobre la gestión del miedo en momentos de pánico”. ¡Manda huevos!
El mundo al revés, cuesta abajo y sin frenos. Y aquí, montados sobre él, sin poder bajarnos nosotros, con una cara de panolis contemplándolo todo sin capacidad de reacción. ¡Por Dios, por Dios…! que me entero al mismo tiempo de que el “venerable enano del pestañeo continuo” (qué gracia me hizo y cómo me gustó esa definición que de él hizo el maestro Alcántara) ha tenido la desproporcionada desfachatez de trincar unos cuantos buenos euros, además de todos lo que mango por debajo, por pronunciar conferencias sobre moralidad y honradez. ¡Moralidad y honradez! hermosas flores convertidas en hierbas y “matujos” tras pasar por su corrupta boca. Es realmente para quedarnos paralizados. Pero, además, es que antes de que nuestro organismo tenga capacidad de reaccionar y eliminar la cara de imbéciles que se nos queda nos encontramos con la desvergüenza del Schettino hablando en una Facultad romana sobre algo de lo que no tiene ni remota idea. Claro, la culpa no la tiene quien no es capaz de reconocer hasta dónde llega su nivel de incompetencia, sino aquellos que se lo proponen.
Puede que tengan disculpa los “proponedores” de la conferencia sobre moral y honradez al “venerable” Pujol, así como los asistentes a dicha charla, puesto que hasta que no se destapó el pastel nada podían saber sobre los montones de avaricia y mierda sobre los que se asentaba “el enano saltarín” (sí, me lo permito porque no es ese calificativo el que lo descalifica, sino él mismo que ha cambiado honorabilidad, respeto, calles, plazas, monumentos y mucho amor catalán, algo que sí podría llevarse al más allá, por unas cantidades desorbitadas de vil metal que tendrá que dejar cuando la Parca le dé un toque. Digo, que puede que tenga pase lo del Pujol, pero lo del capitán del “Costa Concordía” no tiene nombre. Que llamen para hablar sobre cómo controlar el miedo a un cobarde, asesino e insolente al que gritó hasta desgañitarse un guardacostas: “¡Vuelva a bordo, maldita sea!”, cuando ante el naufragio que él mismo provocara salió huyendo el primero, como las ratas… es que es de locos. Alguien cuenta que le dijeron: “Capitán, que hay mujeres a bordo” y que él contesto: “Sí, para hacer el amor estoy yo ahora”. Claro que el Schettino ya se llevaba a la paya puesta.
Es verdad que nadie podríamos asegurar que ante un peligro inminente saldría al rescate de nuestra vergüenza el héroe que todos llevamos en lugar del villano que también nos habita. Y es verdad que resulta fácil evaluar desde afuera actitudes ajenas sobre todo si son tan poco edificantes como la inmensa avaricia de los trileros Puyol o la cobardía de un capitán de barco que no sólo llevó a su buque al desastre sino que no dudó en salvar su pellejo antes que nadie abandonando tripulantes, viajeros y embarcación a su suerte. Pero también es cierto que, en determinadas ocasiones, resulta… más que ejemplarizantes, necesarias, actitudes que nos devuelvan la fe en el ser humano.
Seguro que, en ambos casos, ocurriría como al tipo que va al psicólogo a decirle que últimamente tiene muchas dudas sobre la honorabilidad de su madre. “Por qué” le dice el psicólogo. “Porque todo el mundo me lo dice continuamente en mi trabajo” responde. “Y ¿cuál es su trabajo?”. “Soy árbitro del fútbol”. Yo creo que ni Pujol ni Schettino tienen que meterse a árbitro de fútbol para tener sospechas sobre lo que piensa la gente sobre la honorabilidad de sus madres, sobre todo, desde que sabemos en qué se fundaba la propia honorabilidad de ambos.
Por favor, como diría Mafalda: “Paren el mundo que quiero bajarme de él”.