“Me descubro/ cometiendo estupideces./ Las mismas que taché/ en tantas ocasiones./ Me descubro/ escribiendo a hurtadillas/ poemas de amor… ¡apasionados!
[…] Me descubro/ poniendo cara de idiota,/ ajena a matanzas, a noticias de injusticia,/
buscándote en el móvil, saqueando tu tiempo y tu presencia,/ celando tus miradas,/ muriendo por morirme/ entre tus piernas./ Me descubro…/ estúpidamente enamorada.” Estos versos pertenecen a mi último poemario “Miradas cómplices” y, después de escribir algo así, considero que no debería seguir escribiendo lo que voy a escribir a continuación, pero algo en mí me impele a hacerlo, quizá sea la voz de tantas mujeres calladas por siglos, quizá sea la voz de tantas mujeres que están por venir.
Hace unos días me encontré con una mujer de las que toda la vida se ha denominado “de bandera”, la conozco muchos años. Es lo que tiene vivir en un pueblo. Es una mujer preciosa, rubia, con una melena ondulante por debajo de los hombros, no demasiado alta pero extremadamente proporcionada y con tipazo que quita el hipo. Siempre me llamaron poderosamente la atención sus ojos, son de un verde indefinido, casi esmeralda. Toda su vida ha hecho lo que le ha dado la real gana: ha tenido los novios que ha querido y ha cortado con ellos cuando le ha salido de su respingona nariz. Por eso me convulsionó lo que contemplé: acababa de tomarse un refresco en la terraza de una heladería con un chico magrebí a todas luces más joven que ella, y cuando ambos se disponían a marcharse, él le indicó con su mano una especie de orden para que ella quedase a unos pasos tras él. ¡Jope! Me dije (bueno, otra cosa menos proclive a ser reproducida aquí). Como no terminaba de dar crédito a mis ojos, porque ella sonriente y sumisa le obedeció, tuve las santas narices de caminar tras ellos. El chico tenía unas piernas más largas que un día podando, así que pegaba unas zancadas enormes que ella intentaba suplir con una especie de carrerilla entre trote y galope, porque al mendalerenda le producía una risa floja comprobar los esfuerzos de ella para seguirle, así que redoblaba la velocidad de sus pasos. A él se le veía complacido con el jueguecito de los… tegumentos, pero es que a ella se le veía feliz. Y yo confieso que se me saltaron las lágrimas. “¿Cómo es posible?” me repetía una y otra vez mientras me quedé parada en mitad de la acera como si me hubiese arrastrado una avenida de agua.
Ese mismo día, las noticias –alegrándonos, como siempre la vida– nos informaron –y esta vez sí que la alegraron– de que la Policía había logrado desarticular, una vez más, a un grupo de malditos mafiosos que traficaban con mujeres obligándolas a prostituirse bajo brutales palizas. La novedad era que no las habían traído prometiéndoles el “oro y el moro”, sino enamorándolas. ¡Enamorándolas! La sangre hizo varias veces un recorrido absurdo, se me bajaba a los pies junto con el alma y se me subía al rostro con la impotencia mientras un color se me iba y otro se me venía.
Ya sé los vericuetos del amor. A mi edad es una… iba a decir desventaja porque andas como curada de espanto y demasiada en guardia, pero creo que, en el fondo, es una gran ventaja porque supuestamente los ves venir. Aunque también es verdad que de poco sirve ese “ver venir” cuando se cae en los vericuetos del corazón, sobre todo cuando es solo un corazón el que cae y el otro el que aprovecha la caída.
Me dio tanta pena contemplar cómo una mujer que ha logrado disfrutar de unos derechos, por los que otras muchas mujeres perdieron la vida, renuncia a ellos tan sonriente, abdica de una igualdad conquistada, hace dejación de su propia cultura para retroceder a una en donde las mujeres, como poco –y no es poco– han de caminar detrás de su hombre para escenificar que ni en los andares le llega a él… Y cuando me entero de que a otras mujeres “el amor las lleva y las trae por la calle del dolor” como aquella Zarzamora que cantan nuestras folclóricas… Creo que todos entenderán que se me saltaran las lágrimas.