Somos de memoria tan frágil que, cuando estamos bien, olvidamos con una facilidad pasmosa lo que es perder la salud, sentirse enfermo hasta el punto de considerar que la muerte sería la mayor de las bendiciones.
Llevo varios días viendo una y otra vez el video de la niña chilena de catorce años, enferma de fibrosis quística desde que tenía seis meses, pidiendo a la Presidente de su país que autorice una inyección que le permita dormir para siempre. Y, cuanto más lo veo, menos lo acepta mi corazón.
A lo largo de mi vida he hablado con muchas personas que en un determinado momento desearon con todas sus fuerzas dejar de vivir, incluso lo intentaron. En algunos casos lo consiguieron, pero en otros, el intento quedó fallido para bien de ellos que, con el paso del tiempo, se gozaron del fracaso porque volvían, de nuevo, a saborear las delicias de la vida, o al menos, volvían a ser conscientes de que la vida es sólo un tango que hay que saber bailar.
Pero no es menos cierto que sigue habiendo un gran número de personas -mayor del que nos creemos- cuya única meta es conseguir la “caridad” de que alguien les quite la vida, puesto que ellos están físicamente incapacitados para hacerlo. Según el diccionario “caridad” no es más que una virtud basada en el amor a Dios y al prójimo, un favor. Pero en este caso el favor mata.
Dejando al margen creencias religiosas, nos encontramos ante dos posturas totalmente legítimas: la de aquellos que desean morir, y la de los otros que no desean ayudarles a hacerlo.
Lo que ocurre es que la gran mayoría de los que reclaman dejar de vivir, en realidad hace mucho que dejaron de hacerlo. Ellos, como nosotros, entienden la vida como algo más que aceptar la suma de limitaciones que se les presentan en el terreno físico; algo más que percibir emociones y sentimientos incapaces de transformarlos en caricias o en sensaciones; algo más que contemplar desde una habitación de enfermos terminales el paso de las noches y los días. Existir, la inmanencia, no es la transcendencia; quedarse no es proyectarse; desear no es conseguir.
¿Se les puede reprochar sus ansias de libertad? ¿Tenemos derecho a escandalizarnos por su anhelo de librarse de tan pesado fardo, cuando saben que también libran de él a aquellos que les son más queridos y que junto a ellos viven su continua agonía?
Claro, que yo me pregunto qué ocurriría si hubiese algún artículo enla Constitución, algún tipo de licencia que permitiera eliminar por voluntad propia o ajena a aquellos que, por sus dolorosas circunstancias, quisieran dejar de pertenecer al reino de los vivos. ¿Quién nos asegura que no se eliminarían a aquellos que nos sean, simplemente, molestos, aunque ellos se mueran de ganas de vivir? ¿Quién nos afirma que un “abnegado” esposo, o esposa, no enviará a su consorte a mejor vida? Y sobre todo, quién nos asegura que no quedaría impune más de un crimen en toda regla?
Unos dicen que la vida no nos pertenece, que no tenemos derecho a privar a otros de ella, ni tan siquiera a nosotros mismos. Otros opinan que si hay algo que es intrínsecamente nuestro es la vida y que, por tanto, podemos disponer de ella como nos plazca.
Unos abogan por la instalación en este mundo, dentro de las coordenadas espacio-tiempo, es decir, por el instinto de conservación. Otros pretenden romper las barreras que aprisionan al hombre en un deseo de perpetuación con un Todo que transciende la vida y la muerte.
¿Pero, se puede pedir, en nombre del amor, a alguien que corte las amarras que nos unen a … la “vida”? ¡Quién sabe! El amor ha sido causa de grandes hazañas. Por otra parte Eros y Thánatos están vinculados desde el principio de los tiempos. Y al igual que la perpetuación se sirve del amor, ¿por qué no ha de hacerlo la cesación?
Michelle Bachelet, Presidente de Chile, ha negado esa autorización para que la niña muera. Quizá su corta vida ha sido lo suficientemente larga para cansarse de soportar tanto dolor y tanto hospital, pero no lo bastante como para saber que, como diría Carlos Fuentes, la muerte, la injusta, la cabrona y maldita muerte no nos mata a nosotros sino a los que amamos.