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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Por tu culpa, por tu gravísima culpa

Ignoro si ustedes se sienten culpables de las mil y una cosas con las que nos toca lidiar cada día y que por hache o por be salen mal y, por lo tanto, se sienten cómodos repitiéndose “por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa”… Yo, sinceramente, no pienso que sea culpable de nada. Pero, claro, si además ya están ustedes cargando con esa culpa tampoco pasa nada porque yo me quede fuera.

Esta semana no he tenido más remedio que centrar mi atención en la “culpabilidad” por la cantidad de veces que he escuchado esa palabreja. Escuché que los padres del niño de seis años muerto por no haber sido vacunado contra la difteria se sentían culpables por haber optado por la decisión de no vacunarlo. Decisión que le costó la vida de su hijo. Escuché a otro airado padre que, en directo, culpaba a todo lo que se movía por no obligar a que los niños tengan que estar vacunados  ¿adivinan de qué? Efectivamente: de la difteria -somos especialistas en acordarnos de santa Bárbara cuando truena-. Escuché a representantes de las diferentes siglas políticas  culpar a los adversarios de todos los males habidos y por haber. Escuché al periodista Jaime Peñafiel culparse de que su única hija acabara muerta tras haber vivido compartiendo jeringuillas con yonkis enfermos  de sida. Escuché a deportistas culparse unos a otros por no haber hecho la jugada necesaria para que su equipo ganara. Escuché a hijos culpabilizarse, una vez muertos los padres, de no haberles dicho nunca que los amaban.    Y lo peor de todo: a niños pequeños culpándose de no haber sido lo suficientemente buenos como para evitar que sus papás se separaran. Culpa aquí y culpa allá, machácate, machácate… que sería la nueva versión de la canción de Mecano.

Hombre, arrojar la porquería de la culpa sobre los demás nos convierte en víctimas y, además, en inocentes de los acontecimientos: son los otros los culpables y por tanto podemos perseguirlos, insultarlos, ajusticiarlos, demandarlos… programas de televisión y horas y horas de cruces de acusaciones y amenazas de demandas como si los juzgados no tuvieran ya bastante trabajo serio como para encargarse de las chorradas del “tú me has dicho”, “no te consiento” y demanda al canto. Sin embargo, cuando somos nosotros quienes nos flagelamos con la culpabilidad, la cosa se complica mucho porque, incluso, lo que somos capaces de perdonar en otros no nos lo perdonamos a nosotros mismos. Si alguien puede ser duro hasta hacernos reventar, somos nosotros. Es increíble que no dejemos de molernos a palos psicológicos por algo que hicimos en un momento determinado cuando, realmente, si optamos por esa elección fue porque consideramos que era lo mejor. Puede que no sólo no resultara así, sino que, finalmente acabara en tragedia, como ha sucedido con la elección de no vacunar, pero eso no es óbice para pensar que no se decidió con amor.

“No fui a ver morir a mi hija, no podía. Ni la vi muerta. Pero esa decisión me perseguirá mientras viva” dijo Peñafiel con una profunda desolación, como si al hacer pública su culpa desencadenara en los oyentes una merecidísima repulsa. Y esa repulsa, venida de los otros, le permitiera, por unos momentos, sentirse menos mezquino al tener la oportunidad de ser castigado, como si no tuviera suficiente con el que él mismo se inflige desde aquel momento.

El ser humano debe tener un gen de culpabilidad desde el principio de los tiempos que lo impele a dar leñazos de culpa a propios y extraños, como si el hecho de culpar de las cosas hiciera a estas menos… ¿malas? Pero las cosas, simplemente son. Aunque, tal vez por eso, asesinos que cometieron sus crímenes casi perfectos muchos años atrás terminen, contra todo pronóstico y a falta de pruebas, declarándose culpables.

Es verdad que venimos de una cultura en donde la culpa está tan entronizada que hasta nuestro refranero recoge que “el mal oficial le echa la culpa a la herramienta”. Pero pensar que por culpar a otros los haremos sufrir es incierto, en realidad, lo único que hacemos es darles motivo para que nos eviten o nos odien. Por otra parte, en cuanto a la culpa personal, nada desgasta más que las emociones negativas. No me voy a subir a las alturas celestiales para hablarles de cómo el perdón es capaz de diluir  toda culpa, así que me quedo con Viktor Frankl, o Nelson Mandela, por ejemplo, que no culpabilizaron a sus guardianes de su cautiverio. Pero si a ustedes les apetece… pues nada, como dice la canción: “Échame a mí la culpa de lo que pase…”   Pero a ustedes, no a mí.

 

 

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