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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Locos sin título

En un manicomio un loco le pregunta a una loca: “Oye, ¿te quieres casar conmigo? Ella responde: “¡tú estás loco!”. Y él, sorprendido, le contesta: “¡Toma! que tú estás aquí de veraneo”; éste chistecito, del que podría pensarse que tiene muy mala leche y que reírse de la locura es cosa de locos, en realidad, no es más que una forma –poco inocente, eso sí– de distanciarnos de algo que, por desconocido y ajeno –por suerte para muchos–  nos desborda. Porque quienes tienen la desgracia de tener entre los suyos a una persona con una enfermedad mental saben bien que, ni en los mejores momentos, hay razones para la risa porque esa enfermedad, en la mayoría de las veces, convierte sus vidas en un infierno y sus hogares en psiquiátricos y en cárceles.

 

Pero hoy no quiero hablar de trastornos mentales, entre otras cosas porque no estoy cualificada para hacerlo, sino de la locura. Y nadie en sus cabales se reiría de un loco, sólo ellos o nosotros: los locos tenemos derecho a reírnos de lo que nos dé la gana desde ese estado de “diferencia” que nos aleja de los demás.

 

Llamamos “loco”, con cierta alegría,  a quienes consideramos que se le cruzan los cables y acomete actividades o empresas que están, o nos lo parece, fuera de lo común o de lo normal: “Tú estás loco” o “Cuantos, por menos, están en el manicomio”, sin pararnos a pensar que, tal vez, el cuerdo sea él o ella y todos nosotros seamos los locos o los cobardes, porque muchas veces locura no es más que la capacidad de romper barreras y normas establecidas que atan más a un anquilosamiento que a una cordura razonable.

 

De todas formas, dentro de esta locura en la que intento nadar hoy, también hay clases que van de mayor a menor negrura, como todas esas gradaciones que se hayan del blanco al negro: locuras grises oscuras: tristes, infames, criminales, violadoras, autodestructivas… Locuras grises claras que nos alejan de los demás y hasta de uno mismo llenas de soberbia, de prepotencia, de tonto orgullo, de vanidad. Locuras con más blanco y menos negro que nos hacen acometer empresas en las que todos, excepto nosotros, saben que nos conducen directamente al precipicio… Pero todas ellas habitadas por continuos locos en vísperas, sin título reconocido pero como cabras.

 

Y luego esta esa otra locura de blanco luminoso de saberse feliz, de sentirse feliz, frente a todo pronóstico, haciendo aquello que, sin lugar a dudas,  todos traducirían como una locura pero que, sin embargo, proporciona una sensación de alegría, de contento de la que no se desea salir por nada del mundo; en estos casos la locura deja de ser un estado para convertirse en un lugar: el lugar en donde se refugian los enamorados que están convencidos de que su amor es una locura y, no obstante, perseveran en ella convencidos de que nada mejor que esa enajenación de la realidad podría sucederles. Ese tipo de locura sería también la guarida del creador en donde éste se crece porque sabe que allí los fantasmas interiores toman formas de grafías y una vez hechos palabras es fácil vencerlos, hacerlos desaparecer. Él creador sabe, mejor que nadie, que ese espacio mágico vallado de locura le aleja, le distancia de lo ordinario para ponerlo en contacto con lo diferente, lo insólito, lo inequívoco, lo recóndito, lo extraordinario… todo aquello que le permite descubrir lo más ignoto de su subconsciente y a la vez enciende en su cerebro la luz brillante de la creación, de dar  forma y vida a aquello que sin el artista nunca existiría.

 

Suelen decir que todos los artistas, sea cual sea la expresión de su arte, están tocados del ala o, lo que es lo mismo, que están locos. Y la verdad es que no sería difícil extirpar esa locura de blanco sin más gris que el de la materia cerebral: bastaría con una dosis extra de amarga realidad, pero lo cierto es que también se puede vivir con ella. Y lo que es mejor: no somos peligrosos y salimos baratos.  Dice nuestro “tontisabio” refranero: “Viva la gallina y viva con su pepita”. Yo creo que esas locas pepitas son como las pepitas de oro: su brillo nos ayuda a eclipsar en parte la negrura que nos acecha.

 

 

 

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