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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Y la vida continúa

La maleta era grande, pero no lo suficiente como para guardar setenta y cinco años de vida. Había colocado sobre la cama la ropa que se llevaría, no es que fuera mucha pero se preguntaba dónde metería todo, ocupaba tanto lo poco de invierno que, vestidos de verano, camisetas, bragas, sujetadores, camisones, etc. parecían exiliados de anticipo del reducido territorio de aquella caja de plástico duro. Al principio intentó colocarlo de la forma más ordenada posible, evitando que las arrugas asaltaran sus preciadas prendas, pero terminó recalcando y apretando la maleta hasta la imposibilidad de poder cerrarla.

Buscó en uno de los armarios varias bolsas de viaje de lona y cremallera. Era un juego de tres valijas de diferente tamaño; se las había regalado el director de la sucursal bancaria por la que cobraba la exigua pensión de jubilación. Calibró el espacio de cada una de ellas y del resto de objetos que seguían ordenadamente apilados sobre su cama: álbumes de fotos, algunos libros, su neceser de aseo, el pequeño cofre de madera que le había tallado su antepasado mientras hizo el servicio militar en Filipinas y que le servía de joyero, algunos pares de zapatos, su inseparable radio, una bolsa llena de medicamentos, el juego de tocador de su madre, las estilográficas y algunos objetos personales de su marido, todos los dibujos que le habían hecho sus hijos por el día de la madre, los primeros zapatitos de su hija, un gorrito de su hijo, un pequeño costurero, algunos ovillos de lana de colores, agujas…

Era demasiado, al menos para poder colocarlo todo en cuatro maletas.

Pensó que las fotos ocuparían menos espacio si las arrancaba de los álbumes. Buscó una caja de hojalata y comenzó a meterlas allí: la primera comunión de sus hijos y mucho después la de sus nietos, fotos de navidades, de fiestas, de vacaciones, donde se le veía fuerte, pletórica, dirigiendo las actividades de la cocina mientras sonreía burlona al fotógrafo; fotos que mostraban el orgullo de una madre acompañando a su hijo al altar el día de su boda, la ternura de una abuela con sus recién nacidos nietos en sus brazos, la felicidad de una mujer junto a su amado… Sacó de la carpetita azul las pocas fotos que tenía de su madre y la única de su padre y las incorporó también a la caja. No tuvo reparo en doblar las más grandes para que cupieran en ella, no podía dejarlas.

Con los libros era más complicado. Ya llevaba tres selecciones exhaustivas tras las cuales el primitivo montón se había reducido considerablemente, ya no podía dejar ninguno más. Todos y cada uno de los libros que estaban allí tenían para ella un significado especial, los metería en la bolsa mediana junto a los zapatos.

La bolsa pequeña albergó la caja de hojalata, el cofre joyero, las medicinas, eso sí, fuera de la bolsa y diseminadas aprovechando espacios muertos y los pequeños recovecos que dejaban los objetos principales.

Todavía quedaba mucho sobre la cama y no había más que una bolsa. Intentó no perder la calma, salió de la habitación y recorrió, agarrada al andador, una a una las habitaciones de su casa: los dormitorios que fueron de sus hijos, todavía con algunos juguetes de sus infancias, el saloncito donde se reunían todos, donde hacían los deberes y jugaban sus pequeños y donde más tarde tomaba el café con sus amigas mientras hablaban de su soledad; sus muebles, su confortable butaca de lectura, sus mantelerías bordadas primorosamente por sus propias manos y las de su madre, el juego de café de su boda, la sopera de la Cartuja que perteneció a su abuela… El recuento se detuvo porque los objetos comenzaron a titilar en sus ojos para resbalar después por sus mejillas y hacerse añicos en el suelo.

Sus hijos vivían sin sosiego ni tiempo para ellos mismos y andaban preocupados por ella, cada vez más torpe y enferma,  así que entre todos convinieron que lo mejor era que se instalara en la Residencia de Ancianos de las Hermanitas de los Desamparados, o sea, en el asilo. Dejaba tanto atrás que poco importaba ya que no pudiese llevarse el pequeño resto que seguía esperando sobre la cama.

Abrió la ventana del dormitorio y con la mirada besó la calle y se despidió de los viejos edificios, de los transeúntes, del olor a café que todas las mañanas subía del bar de la esquina, de su vida…

Después marcó un número en el teléfono, intentó sonreír al escuchar la voz de su nuera y dijo: “Cariño, dile a mi hijo que ya estoy lista. Cuando pueda que pase a recogerme, creo que ya me esperan para cenar las Hermanas”.

 

 

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