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Ana María Tomás

Escribir es vivir

“El lector”

Estaba deseando llegar a casa. Le apremiaba realizar, de manera consciente, algo que hacia todos los días sin apenas prestar un mínimo de tiempo o interés al resultado: desnudarse para ducharse. Apenas hacia unos minutos que se había cruzado, tras años de separación, con uno de sus alumnos o de sus maestros según se mire.

Se situó frente al  amplio espejo del cuarto de baño que le permitía mirarse de cuerpo entero. Clavó sus pupilas sin misericordia alguna en la imagen que reflejaba el cristal. Este le devolvió la figura de una mujer madura pero espléndida a la que el tiempo había tratado con bastante misericordia y la gravedad había pasado casi de puntillas por sus carnes. Aun así estas no eran las mismas que tiempo atrás había entregado clandestinamente como la mejor de sus ofrendas a ese muchacho que acababa de ver como si no hubieran transcurrido todos esos largos años. El mismo pálpito. La misma emoción. Igual temblor de venas y sangre. Y la misma seguridad de que él sentía exactamente como ella. Dos almas gemelas buscándose entre la carne para llegar hasta su esencia. Felices de estar juntas, de hablar como si la vida terminara con cada uno de los anocheceres que miraban desde su oculto refugio. Felices. Anónimos. A salvo del juicio del mundo que sólo entiende de edades de cuerpos y nunca de almas. Rebajada la edad de ella con el filtro de amor de las pupilas de él. Crecido él en la búsqueda protectora ancestral que le demandaba ella.

¿Qué los había alejado? ¿Quién había destruido la burbuja de amor que juntos lograron alzar? ¿Dónde habían quedado las horas de conversaciones de libros, de música…? ¿Dónde las peregrinas excusas que él buscaba para justificar su ausencia entre sus amigos? ¿Dónde los esfuerzos de ella para ocultar entre los suyos la felicidad de sentirse una mujer amada? ¿Por qué no pasaba nada cuando un señor orondo y anciano exhibía colgada a su brazo a una impúber, mientras que si ocurría lo contrario parecían venirse abajo los pilares de la tierra?  ¿Cuál de los dos fue quien cedió primero a la presión social? Nada de eso importaba ya. Incluso parecía que todo estaba bien, que era un capítulo cerrado en su vida. Sin embargo, él había aparecido de nuevo, igual que tantos años atrás, más maduro, seguramente más experto, pero intacta la mirada de amor que le había regalado. Recordó la ternura con que la abrazó y le hizo el amor el día que ella le habló de una historia de amor parecida a la suya. No pudo evitar emocionarse y que las lágrimas le nacieran muy adentro de los ojos cuando una tarde, temiendo no volver a verlo nunca más, le recomendó al joven que leyera el libro, de Bernhard Schlink, “El Lector”. Él le insistió en que le adelantase de qué iba la historia. “De amor -dijo-, es una hermosa y imperecedera historia de amor entre un adolescente de quince años que se enamora de una mujer veinte años mayor. Una historia que traspasa el tiempo, y los más terribles acontecimientos. Un amor que se mantiene vivo expresado de manera diferente según el momento y que condiciona la vida de los dos enamorados aun después de haber desaparecido físicamente el uno de la vida del otro. Y también trata de orgullo y de lealtades. Ella prefiere ser condenada por delitos que realizó en la Alemania nazi y por otros que, por su analfabetismo no pudo cometer, antes que reconocer públicamente, y ante su enamorado, su falta de instrucción. Él, que asiste al juicio como estudiante de Derecho, podría haber argumentado esa información en  defensa de ella, pero la lealtad hacia su amada lo silencia y acepta que prefiera la condena a la vergüenza de reconocer su analfabetismo. Después se dedica a enviarle a la cárcel cintas con libros que lee para ella.”

“Esa historia no se parece a la nuestra  -le había respondido él categórico-. Tú sabes leer y nunca vamos a separarnos”.

Pero la vida tiene complejos laberintos que basta soltarse de la mano unos segundos para no poder volver a encontrarse jamás. No todos son Teseos conocedores del hilo de Ariadna.

“Tenemos que volver a vernos. Nos perdimos de una manera abrupta. Hay muchas cosas de las  que hemos de hablar. Leí el libro que me recomendaste. Y, como el protagonista, nunca te olvidé”.

Y ella nunca olvidó que “Las personas que siempre están alrededor no tienen nada que ver con las que siempre están ahí”. Para estar “ahí”, “siempre” hace falta una alta dosis de lealtad. El único problema, como en el juego de la ruleta,  reside en saber dónde poner la ficha. Y ahora tocaba apostarlo todo a dejar impoluto el amor que conoció la lectura de “El lector”.

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