Igual que tengo cierta aversión a celebrar, como tal, el Día de los Enamorados, siento bastante simpatía por el Día del Padre, contradicciones que tiene una o argumentaciones para celebrar doblemente el día del papi y de los varios Pepes que pueblan mi vida empezando por mi padre. Bien es verdad que es una faena, desde el punto de vista consumista puro y duro, para los papás Pepes que les coincida el día porque con un regalo van listos de papeles mientras que el resto de padres tienen al menos una opción más, pero… es lo que hay.
Reflexionando sobre el impresionante papel de los padres y considerando que es una faena de la que jamás se jubilan, me han venido a la mente dos cosas, la primera: que no es verdad que todos se mantengan en el cargo de por vida. Todos conocemos ejemplos en donde la mejor de las bendiciones para los hijos hubiera sido no haberlos conocido jamás o que se hubiesen ido a comprar tabaco a las antípodas. Por otro lado, están los que se jubilan de la faena incluso antes de llegar a ejercerla. Tengo amigas que cuando les han dicho a sus chicos que estaban embarazadas, estos, acojonados, han salido por pies y, si te he visto, no me acuerdo, o se han apresurado a suministrarles un cheque por el valor de un aborto. Y, si ellas han continuado con el embarazo, les han dejado clarito meridiano que, si sabían contar, con ellos no contaran. De hecho, una de ellas, cándida donde las haya, reunió en poco más de cuatro años dos churumbeles como dos soles “despadrados” totales buscando en cada una de esas sucesivas relaciones un padre que sustituyera al huido. Y, sin embargo, y aquí viene la otra idea que afloró en mi cabeza: otros hombres, sin serlo biológicamente, son genuinamente padres. De hecho, mi amiga conoció a un cuarto hombre del que, según antecedentes explicados anteriormente, también se enamoró y al que resumió su vida presentándole a sus niños. En esta ocasión, el enamoramiento no sólo fue recíproco, sino que también se enamoró de los críos y, sin añadir uno suyo a la franquicia, están felices desde hace ya muchos años.
Que ser padre es mucho más que engendrar… a estas alturas, como comprenderán, sobra decirlo. Yo creo que, incluso, a medida que van creciendo los hijos, se va incrementando ese maravilloso sentimiento, como los anillos que le van engordando y haciendo cada vez más a los árboles con los años y los enfrentamientos a fríos inviernos y a calores insoportables.
Me gusta mucho un anuncio que están pasando estos días por la tele en donde aparece un hombre abriendo en frigorífico para sacar una buena ración de tortilla de patatas y, justo en el momento en que la está sacando, se escucha la voz de una mujer que le avisa que su hija llegará en un rato para cenar. El hombre, a los ojos de los telespectadores, automáticamente, deja de verse como un simple hombre para alcanzar la categoría de padre. Un padre que sonríe y vuelve a dejar la tortilla en el frigo. La siguiente imagen es de la hija disfrutando y haciendo honores a la rica tortilla, mientras una voz en off dice algo así como que sólo el amor de un padre continúa haciendo millones de cosas por ti.
Luego están los otros padres, los venerables padres espirituales que tanto bien hacen al mundo entregándole sus vidas y su tiempo. Y, por cierto, ahorrándoles a la feligresía una buena pasta gansa en psicólogos prestando sus oídos y sus corazones en una escucha activa y sanadora.
Uno de ellos, franciscano y Oliver, para más señas, me decía, a modo entrañable de explicar la muchas veces caprichosa fe a una determinada imagen y no a otra, que casi todos los que subían al monasterio de Santa Ana se encaminaban derechicos a pedirle los favores al Cristo, mientras que la Abuelica Santa Ana tenía el cesto lleno de milagros esperando regalarlos. Y yo hoy pienso que muchas veces nosotros, al igual que la Santa Abuela, tenemos el cesto lleno de palabras para expresar a nuestro padre cuanto lo amamos, pero no encontramos la forma de hacérselo llegar. Y cuando nos queremos dar cuenta ya es imposible hacerlo.
Si, como dice el anuncio, nuestro padre y su amor (hablamos, evidentemente, de los que merecen tal nombre) hacen diecisiete millones de cosas por nosotros, recordemos, y no sólo un día al año, abrir ese cesto al menos unas cientos de veces y colgarles en su cuello tantos tequieros que sea imposible verles la cara. Más que nada para que no se nos queden inservibles en el cesto.