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Ana María Tomás

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Mañana se celebra el “Día Mundial del Medio Ambiente”, según el cual la Organización de Naciones Unidas trata de “recordar” al olvidadizo ser humano cosas tan “insustanciales” como la importancia que tiene cuidar el agua, el cielo y la tierra de donde nacemos, nos reproducimos y, al paso que vamos, terminaremos muriendo envenenados como cucarachas. Vamos, en concienciarlo a voz en grito, un día al año, de que se convierta  en agente activo del desarrollo sostenible y equitativo para que todas las naciones puedan disfrutar de un futuro más próspero, seguro y laaaargo. Muy loable la cosa, nada que objetar a lo que se viene repitiendo desde hace mucho de que “La tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos” salvo que el ser humano no sólo es un depredador (más que depredador, que mata para sobrevivir, es un destructor) de los recursos que tan generosamente nos ha ofrecido, desde siempre, la Madre Tierra, sino de sí mismo. Poco le importa intoxicar mares, devastar grandes espacios naturales o contaminar el aire si el beneficio económico es suculento, beneficio que hace extensible intoxicando su corazón, contaminando a la sociedad y devastando a otros seres humanos. Alucinamos y nos rasgamos las vestiduras cuando hablamos de holocausto judío, esclavitud africana, torturas de prisioneros o guerras santas, y suspiramos de medio lado como si ahora ya, ¡por Dios!, la “civilización” nos hubiera domesticado nuestro peor yo salvaje y fuésemos incapaces de semejantes barbaridades, pero la triste realidad nos indica que no sólo somos capaces de esas, sino de otras que sólo se… “¿entenderían?” venidas del resultado de una lucha brutal entre bárbaros asalvajados y primitivos  y como botín de guerra. Sin ir más lejos y baste como botón de muestra la brutal violación realizada en Brasil a una joven de dieciséis años por parte de más treinta canallas. En Brasil, cada once minutos es violada una joven. Y en India constituye una verdadera epidemia donde no se respetan ni a niñas de menos de cinco años, e  incluso donde hay poblados que tienen la violación múltiple de las jóvenes como castigo para “ofensas” que haya podido realizar algún otro miembro de su familia. Y podría seguir con el “Estado islámico”, con  África… o con el resto del planeta.
Es posible que  nos creamos a salvo del monstruo que nos habita y pensemos que esas cosas pasan lejos de nosotros y culpemos al machismo retrógrado, al patriarcado añejo, a la impunidad incomprensible, a la desfachatez de la policía de culpar de la violación  a la víctima por ir con pantalones demasiado cortos o “dejarse” drogar…, pero no nos engañemos: en este primer mundo del bienestar siguen habitando granujas que demandan seguir violando a las mujeres amparados en supuestas casas de lenocinio que no son más que mazmorras de esclavitud porque, ante la imperante demanda, ya se encargan otros criminales, y no menos despreciables que los anteriores, en proveer de carne fresca las prisiones diseñadas para las pobres mujeres que tienen la desgracia de caer en sus manos.
Las mujeres, como el Medio Ambiente, seguimos estando en flagrante peligro en un mundo en el que no basta que un día al año se nos recuerde, más que lo que deberíamos hacer, lo irresponsables que hemos podido llegar a ser con lo que nos proporciona la vida: la Tierra y la Mujer.
No nos vamos a engañar negando que, en todo momento, siempre ha habido un rayico de esperanza que nos hace volver a confiar en la bondad del ser humano, en la capacidad de detener toda esta locura insensata de destrucción… pero es tan tenue esa luz…
Un cuento de Jorge Bucay habla de que la marea baja había dejado una playa sembrada de miles de estrellas de mar que agonizaban a causa de estar fuera de su medio. Por esa playa paseaba un joven que comenzó a recoger a cuantas estrellas podía y a lanzarlas de nuevo al agua cuando se le acercó un anciano y le dijo: “Pero muchacho, hay miles de estrellas en esta playa, Tú devuelves algunas al mar pero nunca tendrás tiempo de salvarlas a todas. ¿Qué sentido tiene?”. Entonces el chico, lanzando una con toda su fuerza por encima de las olas exclamó: “Para ésta… sí tiene sentido”.  Y yo quiero creer que tenía razón.  Quiero creer que aunque seamos unos pocos locos quienes pensemos que sí tiene sentido, aun por leve que sea esa luz, es necesario que lancemos con todas nuestras fuerzas estrellas de esperanza que nos arrojen, con una nueva marea, un mundo mejor.

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