Sí, no es error de escritura, no quería teclear ‘desayunando’, sino ‘desayudando’. Le debo los derechos de autor de la palabreja a una pequeñaja de no más de siete años. Fue hace unos días. La niña en cuestión danzaba detrás y delante de otro niño –algo mayor que ella– que intentaba alzar un castillo en plena arena playera. Él quería hacerlo solo porque, además, la cría entorpecía todos los movimientos del chaval y le echaba agua aquí y allá jorobándolo y exasperándolo hasta el límite. «Yo quiero ayudarte a hacer el castillo. Déjame que te ayude», lloriqueaba ella. El pobre crío, armándose de paciencia, le propuso: «Haz tú otro castillo. No quiero que me ayudes». Ella se le quedó mirando…, feliz, como si por primera vez hubiera entendido el mensaje y entonces, sonriente, le espetó con voz cantarina: «Vale. Pues te desayudo». Pueden ustedes imaginarse mi carcajada.
A pie de calle, o de playa, la vida se abre majestuosa en multitud de facetas que representan, a diferente escala, la realidad multiforme que nos habita. La graciosa respuesta de la mocosa me hizo girar la vista a mi alrededor y comprobar la cantidad de gente que “desayuda” gentilmente a sus más próximos. El referente más cercano de “desayuda” vivía a unos pasos: un venerable señor rodeado de una parva de ocho chiquillos a quien le preguntaron la hora y cuya respuesta fue: «Son las doce. Podrían ser ya las dos, que pudiera subirme a toda esta jauría a casa a comer y a dormir la siesta». «Jolines, hay que ver cómo le desayudan sus hijos», rumié al estrenar la palabra que tanta gracia acababa de hacerme.
Nos levantamos con noticias de sucesos en donde la gente se empeña en ‘desayudarse’ de continuo: políticos ‘desayudándose’ entre sí sin necesidad de pertenecer a siglas diferentes, y, a su vez, desayudando con ahínco a pobres inmigrantes que tienen a su servicio y, por supuesto, desayudando al pueblo harto, decepcionado de los egos de sus dirigentes; actores encumbrados por añejas series ‘desayudando’, en un puritito agravio comparativo, a todos los pobres desgraciados –lo de ‘desgraciados’ es por la comparación, quede claro– que cotizan religiosamente a Hacienda y que sus caudales les caben en una hucha de ‘los chinos’ en lugar de tener que llevarlos hasta paraísos fiscales como los otros, aunque a ellos nunca los llamen para que pregonen fiestas en honorables pueblos; ‘famosisssmos’ y amigos de ellos que presumen, a todas horas, de ser los más amigos, los más leales de entre todos los palmeros del susodicho del que se trate, para descubrir –previo pago, claro– que se dedican a vender a los reporteros gráficos la ubicación y los pasos de esos sus famosos amigos, ya saben: «Dime de lo que presumes y te diré de los que careces»; agricultores ‘desayudando’ con sus vertidos inmundos a que las aguas de nuestro Mar Menor adquieran el verde de los mejores manglares; capullos vandálicos y cobardes que se esconden en la noche para realizar actos vandálicos ‘desayudando’ a que un –hermoso, único, irrepetible– paraje natural con una romántica leyenda amanezca asolado; u otros, que dan un paso más y no se quedan en ‘desayudar’ solo a la naturaleza, sino al ser humano… Vamos, que no carecemos de ejemplos de ‘desayuda’ pura y dura. Y lo peor no acaba ahí. Ya con el primer clic de conexión con el mundo a través de cualquier medio de comunicación, tras el reparador sueño de la noche, nos aporrean tal cantidad de sucesos horribles que nos pasamos el día con miedo, recelando de cuantos extraños con pintas sospechosas se cruzan en nuestro camino y pidiendo que todos esos espantos ni nos rocen. Con lo cual no dejamos de mantenerlos vivos en nuestra mente, sufriendo por cosas que, quizá, nunca lleguen a ocurrirnos y centrándonos en tooodo lo que no queremos, en lugar de dirigir nuestras energías hacia lo que realmente ambicionamos. Y así, somos nosotros quienes, en primer lugar, nos ‘desayudamos’, porque, eso sí, todos sabemos que para conducir un coche es preciso obtener un permiso; sin embargo, para conducirnos por este valle nadie nos enseña que, en muchas ocasiones, hemos de marcar territorio y no dejarnos ‘desayudar’ por mucho que otros se empeñen en la tarea. Y que, si reparamos los arañazos del coche, con más razón hemos de restañar los del alma.
Entiendo que la criatura empeñada en ‘desayudar’ al chico andaba mal de empatía. Por supuesto, igual que cuantos insisten en ese tipo de ‘ayuda’. Pero, claro, también los hay quienes la entienden… a su manera, como Frank Sinatra. «Empatía no es más que la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Y yo soy muy empática», presumía con descaro una paya. «No, señora. Eso es colarse», le respondio alguien.
Pues eso.