La playa está llena de gente, pero yo me siento a salvo bajo el manto protector de mi minúscula sombrilla. Intento acoplar por enésima vez mis huesos en el cúmulo de arena que amontoné, a modo de asiento, bajo mi toalla y mis ojos vuelven a escaparse hacia una jovencísima pareja que juega en el borde del agua ajena a las miradas. Él está sentado indolente, las manos apoyadas en el suelo por detrás de su espalda dejando que las olas le refresquen hasta la cintura. Ella se inclina ante él, solicita, para extenderle protector solar mientras lo besa, picoteándole la cara ante la impasividad de él que ya me había llamado la atención un buen rato antes. Regreso a mi lectura de “La patria”, de F. Aramburu, y obligo a mis ojos y a mi mente a centrarse en lo que en ese momento estoy haciendo. Vano intento. La entrega de la muchacha es tan absoluta que conmueve, sobre todo, porque él se la corresponde con una indiferencia igual o mayor. Ella tira de él para entrar al agua, y el chico, aparentemente desganado, camina hacia adentro y se hace el muerto sobre las aguas. Ella lo conduce suavemente intentando alejarlo de la gente, sin dejar de besarlo, lo mece en las aguas y lo cuida con una abnegación que me hipnotiza e impide que aparte mis ojos de ellos. Dejo el libro y me dispongo a controlar el tiempo que él tardará en despertar de ese letargo de bellodurmiente e intercambiarán los papeles. “Que si quieres arroz, Catalina”. Ante la recalcitrante indiferencia de él y la insistente ternura de ella, inamovibles ambas, recuperé mi lectura dispuesta a no perder la mañana sólo por mi curiosidad sobre los comportamientos humanos. A fin de cuentas, por bueno que sea el laboratorio playero, siempre es mejor sentir que he aprovechado mi tiempo. Sobra decir que pasaron las horas, salieron del agua, volvieron a entrar y así hasta que abandoné la playa dejándolos sin que nada cambiara en las posturas de ambos. Pero sí que lograron que algo cambiara en mí. De la boca de mi estómago emergía una especie de impotencia al tiempo que me regurgitaba los versos de sor Juana Inés de la Cruz: “Al que ingrato me deja busco amante;/ al que amante me sigue dejo ingrata;/ constante adoro a quien mi amor maltrata;/ maltrato a quien mi amor busca constante”. ¿Cómo puñetas podía, una chica tan dulce y espectacular de cuerpo, estar con una ameba semejante?… ¿De verdad es tan común entre nosotras amar a los ingratos que maltratan a nuestro amor en lugar de largarnos con viento fresco con aquellos que nos siguen amantes? ¿Qué extrañas carencias dominaban la vida de la joven para contentarse con un… narcisista tan a las claras? Imaginé, como en el cuento de A. de Mello, que si le preguntaran qué creía que le gustaba a su novia de él, diría que el que fuera guapo, cachas e interesante. Y que si siguieran preguntándole qué le gustaba de su novia, la respuesta sería que porque pensaba que él era guapo, cachas e interesante.
A mí me entraron una ganas terribles de ir hacia ellos y arrearle al zagalón un bofetón con hache para ver si despertaba de una puñetera vez puesto que estaba claro que lo de los besos puede que funcione con las bellas durmientes pero no con los aletargados “criaturos” embebidos de no sé qué extraño engreimiento. Pensé que mi deber como ciudadana era denunciar cualquier maltrato que viera y eso que tenía ante mí no era menos maltrato para el alma que lo sería una sacudida contra una pared para el cuerpo. Pero luego pensé en lo poco que sirve que vengan salvadores a rescatarnos cuando somos nosotros quienes nos imponemos las cadenas.
Suele pensarse que “El tiempo pone a cada uno en su lugar. Cada reina en su trono, cada payaso en su circo, cada fantasma en su castillo”, pero yo creo que “si se va mandando a alguno a la mierda, se va adelantando camino”.
Me marché de la playa pidiendo al cielo que, ojalá, a aquella chica se le abrieran los ojos y le tomara la delantera al tiempo.