Conseguir ser profeta en tierra propia es el sueño de todo profeta que ya haya demostrado sobradamente el valor de sus “profecías” lejos de la tierra que lo vio nacer. Un sueño que, la mayoría de las veces, queda en eso, en sueños, bien por falta de posibilidades o porque, las más de las veces, se convierte en pesadilla al tener que soportar la “ignorancracia” de los paisanos. Afortunadamente otras, las menos, se consigue: se sale por la puerta grande y se reciben medallas, títulos, dedicación de calles y honores. Pero, en numerosas ocasiones, para conseguirlo hay que pasar antes por el tanatorio convertido en fiambre.
Confieso que tiempo atrás, cuando me enteré del reconocimiento que el Ayuntamiento de Jumilla, el pueblo de D. José García Martínez y el mío propio, le va a realizar al citado periodista nombrándolo “Hijo Predilecto” como distinción a una larga carrera profesional dentro del periodismo llevando siempre a su tierra natal como bandera, me sentí conmovida y feliz.
Conmovida porque ese homenaje se le haga en vida. Siempre me parecieron absurdos, además de tremendamente injustos, los homenajes póstumos. La palabra póstumo me suena a “postema”, es decir, una especie de pus infecto que nos molesta en la conciencia y nos obliga a quitárnoslo, a sacudírnoslo de encima, a tranquilizar nuestras desmemoriadas memorias, intentando restañar un pretérito olvido, homenajeando a alguien cuyo valor debimos haber reconocido cuando todavía era capaz de escuchar nuestra palabra de ánimo, de sentir nuestro agradecimiento, de halagarse con nuestro reconocimiento. Pero no. Da la sensación de que pertenecemos a una sociedad macabra y carroñera incapaz de valorar la “pieza” hasta que ésta deja de respirar y de sentir. Y sólo entonces se lanza en vuelo picado sobre el missing para reflexionar acerca de lo importante que fue su vida, su obra, o el papel relevante que tuvo para nuestra sociedad, por no decir lo buenísima persona que fue.
Les decía que me sentí conmovida. Y feliz. Feliz porque imagino que, a pesar de todos los reconocimientos que atesora, saberse valorado “en vida” y por los suyos es el mejor de todos los premios. ¿Por qué habría que esperar a que sus oídos ensordecieran por el peso de una lápida para ofrecerle esas entrañables palabras, miradas, abrazos, sonrisas… de consideración y de gratitud?
García Martínez ya no tiene que demostrar nada. Lo ha demostrado sobradamente en sus artículos diarios, algo que, quienes no tengan que enfrentarse de manera periódica, y no digamos ya diaria a ello, no tiene ni pajolera idea de la gran hazaña que resulta.
Nuestro periodista ha acuñado un lenguaje propio que hunde sus raíces en la bendita tierra jumillana, utilizando nuestras palabras características como blasón de unas columnas en donde nada de la realidad circundante pasa desapercibido. Es posible que quienes lo lean encuentren en sus reflexiones una mirada irónica, pero, cuando ese lector es jumillano, la ironía se vuelve ternura, complicidad, cercanía…
Sin apenas ruido, ha dedicado su vida a un sueño: contar las cosas que ocurrían a su alrededor, pero no como mero “licinciao” (que no licenciado) que decimos por estos lares y que viene a ser como un cotilla especializado, no, él lo ha hecho como un reconocido periodista. Y, por amor a su tierra renunció a otro sueño, el de hacerlo a mayor escala fuera de ella, contribuyendo, de esta forma, a hacer más grande una parcela del periodismo de provincias.
García Martínez sabe que no siempre el trabajo bien hecho o el éxito fuera de las fronteras de nuestra patria chica son pasaporte para que los conciudadanos proclamen la querencia por el paisano “artista”, para que confiesen públicamente y sin ambages que jugaban juntos, que fueron amigos de la infancia, que se sienten orgullosos de él. Y que, aunque eso sea tremendamente injusto, nadie afirmó nunca que la vida fuera justa. Por eso sé que él, hombre conocedor de la psicología, de la que no se aprende en las universidades, del alma humana, valora profundamente el acto que hoy se llevará a cabo en uno de los lugares más emblemáticos de nuestra ciudad: el teatro Vico.
Por fortuna, en ocasiones, las gentes se limpian los ojos de las lagañas de la cicatería que, a fin de cuentas es lo que no deja ver, la inmensa mayoría de las veces, el valor que poseen los que nos rodean, y deciden consumar esos reconocimientos tan escasos, o tan inhacederos, en el hic et nunc de la persona en cuestión.
Decía el gran escritor francés Theophile Gautier que “Amar es admirar con el corazón; y admirar es amar con la mente”. Pues eso. Hay ocasiones en las que es preciso amar a partes iguales con el corazón y la mente.