Llegábamos las dos al aeropuerto de París-Charles de Gaulle en un vuelo barato. Por extraño que pueda parecer, en lugar de planificar y recorrer París juntas mi amiga y yo, optábamos por hacerlo solas y por separado. Ella tenía unas predilecciones y yo otras. A ella le gustaban los recorridos turísticos, guiados, seguros, conocidos. A mí me gustaba más aventurarme por sus calles, las conocidas y las menos conocidas. Detenerme cuanto quisiera en la observación de un cuadro en el museo del Louvre, o tomarme una cerveza a toda prisa en una terraza. Ella quería traer la maleta llena de souvenires y yo los ojos y el alma llenos de recuerdos. Ella buscaba encontrarse. Y yo perderme. Es decir, formábamos la pareja perfecta. Eso sí, cenábamos juntas y las actividades nocturnas eran compartidas.
Un día, al regresar al hotel, en el vestíbulo había montada en un trípode una pequeña pantalla blanca que hacía las veces de fondo, una silla delante de ella y enfrente una cámara dispuesta para grabar. Tras la cámara un hombre de unos cuarenta y tantos años enfundado en una gabardina beige y sentado en un sillón invitaba al personal circulante a situarse ante la cámara y contar qué les había llevado a París y qué les había enamorado de allí. Y lo bueno de todo era que la gente se sentaba de manera espontánea o impostada y largaba sin problema alguno, sin filtrar en muchos casos, las razones de su escapada o de su razonable viaje programado.
Ante mis atónitos ojos, mi amiga, la que no dejaba escapar nada a la aventura, la que tenía que tenerlo todo medido, programado, ajustado… se sentó ante aquel desconocido y le dijo que estaba claro que a París la había llevado el destino para conocerlo a él, que se había enamorado desde del primer día que lo vio tras el mostrador de la recepción observando unos papeles y que había “investigado” si sostenía en el cartel luminoso de sus ojos el letrero de “libre”. Sobra decir que se me descolgó la mandíbula y aún hoy, al recordarlo, me cuesta trabajo devolverla a su sitio.
El desparpajo, la seguridad, la belleza de mi amiga y el factor sorpresa, que todo hay que decirlo, obraron el “milagro” razonable de que se quedara en París por mucho tiempo con la simple maleta de un fin de semana. Yo no regresé sola, me acompañaba una gran reflexión porque mi amiga, después de dejar fuera de juego a su elegido, se dirigió a mí y me dijo: “¿Cuántas veces me has repetido tú la necesidad de recobrar el acercamiento con aquellos que nos rodean? ¿De saber cuáles son sus necesidades porque quién sabe? Y sí, es cierto. Lo reconozco. Infinitas veces he expresado la idea de que, quizá, en un mismo autobús estén viajando juntos quien necesite de una persona para un trabajo determinado y aquella cualificada que necesita de ese trabajo y que, con toda seguridad, ambos realizarán el trayecto y bajarán a sus respectivos destinos sin cruzarse una palabra, sin saber que se necesitan, que se complementan y que ambos le solucionarían al otro el problema.
Entiendo que muchos de ustedes pueden pensar que sí, que llevo razón, pero que “una cosa es predicar y la otra dar trigo”. Y estoy de acuerdo, yo misma mantenía en la teoría un discurso impecable al respecto y luego en la práctica casi se me salen los ojos al comprobar que alguien tan cercano a mí era capaz de llevar esa teoría hasta sus últimas consecuencias.
¿Qué puede ser lo peor que podría ocurrirnos? Por supuesto no ya que no encontráramos aquello que interiormente vamos buscando, eso de “llegar y besar el santo”, seamos sinceros, puede ocurrir de “uvas a peras”, pero pensando en lo peor… podría ser que nos trataran de entrometidos, de locos, que nos respondieran de mala manera… aunque, ¿por qué nos van a responder mal a un saludo, a una conversación trivial pero cercana como ocurría hace no tantos años con las personas que compartían asiento de tren o de autobús? Es posible que ni siquiera nos respondan como me ocurre tantas veces cuando entro a un ascensor y doy los buenos días. Pero… quién nos asegura que, aquel que viaja junto a nosotros, cuando insinuemos o formulemos, claro está, con la debida distancia y prudencia, aquello que nos agita no nos responda: “Si usted supiera…”