Regresaba de practicar un poco de ejercicio caminando a paso ligero. Iba empapada en sudor y sentía que olía a tigre. En circunstancias así evito las calles más concurridas para regresar a casa, así como pararme a saludar a nadie. Pero al volver una esquina estaba ahí, casi chocamos mi amigo Pepe y yo. Instintivamente se abalanzó sobre mí para saludarme dándome un par de besos. Y tan instintivamente como él lo hizo mi reacción fue echarme para atrás y colocar mis manos como freno: “No, no, no. Vengo sudorosa y apestosa”. Él, con su natural gracejo, me dijo: “Oliendo a persona humana ¡Ay! qué tiempos en donde el olfato ejercía su natural función de oler las feromonas en estado puro”. Y casi a la vez nos reímos y comentamos un conocido episodio ocurrido hace años en el hospital comarcal de Yecla en donde un individuo se lío a sopapos con las auxiliares clínicas porque habían lavado las partes íntimas de su mujer y ¡agárrense los machos! le habían quitado, según él, el olor a hembra. No quiero detenerme a pensar las esencias que guardaría la buena señora en los bajos. Tras las risas y el saludo a distancia yo me vine a casa pensando en lo que acabábamos de hablar y en cómo, efectivamente, el olfato había perdido gran parte de su primigenia y fundamental función, salvífica en tantas ocasiones. Y también en cómo los seres humanos nos hemos… desprendido de tal manera de los olores naturales del cuerpo, escondidos bajo restregones de esponja, jabones, baños, cremas corporales, perfumes, brumas, aguas de colonia, desodorantes, detergentes, suavizantes, ambientadores… etc. etc. hasta ser incapaces de reconocernos por nuestros olores naturales. Recordé el olor de mis hijos recién nacidos tras alimentarlos con mis pechos; o con unos pocos años tras una siesta en verano, cuando despertaban con el cuello sudoroso, el pelico mojado y un perfume natural que podría reconocer entre mil; el aroma real de mi amado emergiendo de la perdida loción de afeitado al volver del trabajo, tras horas de la ducha mañanera; el olor de mi madre en mi niñez a la hora de la comida: olía a asado de patatas, o a carne estofada, o a guiso de arroz y bajocas… siempre olía que alimentaba y yo la abrazaba y pegaba mi nariz a su delantal, aunque ella decía que olía a fritanga… Ahora es todo tan aséptico: tenemos potentísimos aspiradores en la cocina para aspirar olores de guisos que ya no cocinamos; desodorantes que duran veinticuatro horas para impedirnos realizar una de las funciones más necesarias para el organismo: sudar y eliminar toxinas; y perfumes, muchos perfumes. Perfumes para todo, para el ambiente, para la ropa, para la colada, para el baño, para los pies, y, cómo no, para el cuerpo.
Se ha dicho que “el olfato es el más poderoso mago capaz de transportarnos a miles de kilómetros y a través de todos los años que hemos vivido”, pero… ¿cómo vamos a regresar dentro de unos años a estos? ¿a través de qué aromas vamos a transportarnos?
Hace unos años, la Fundación de una importante entidad bancaria organizó una exposición itinerante de olores. Qué cosa más interesante. Recuerdo que en la inauguración reclamaron voluntarios para meter la nariz en una de aquellas urnas tapadas y ver si reconocían el olor. Nos prestamos al experimento un señor algo mayor que yo y una servidora. El pobre debía estar constipado o ser un poco torpe en la cosa porque tras varios intentos fallidos se dio por vencido algo avergonzado. Sin embargo, para mí fue algo inmediato, reconocible, fácil, feliz, un chupinazo capaz de llevarme a un momento y un lugar determinado de mi vida. “¡Hinojo!” dije convencida, segura. Y añadí “cuando era niña, mi padre me llevaba en su moto cuando salía a hacer fotos al campo, y paraba en la orilla de la carretera para cortarme ramitas de hinojo que yo machacaba con mis dientes como una golosina anisada”. “Felicidades -me dijo- ha sido capaz no sólo de reconocer la planta sino de unirla a un recuerdo que es de lo que trata esta exposición”.
“Esto me huele mal” decimos cuando algo no nos convence. Y estamos seguros de que los perros nos huelen el miedo. Y aunque hayamos olvidado utilizar el olfato para viajar en el tiempo, les aseguro que nada como cerrar los ojos y abrazar la prenda de alguien amado que la muerte nos arrebató para sentir que esa persona vuelve, se hace presente y nos abraza completamente con su aroma. Se lo aseguro.