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Ana María Tomás

Escribir es vivir

MORIR SIENDO BUENO

Hace muy poco vi una película cuyo final me impactó tremendamente. Entenderán que no les diga el título, es la mejor forma de evitar que quienes no la han visto se acuerden de todos mis muertos. Porque lo que sí voy a decirles es que se trata de alguien que prefiere morir asumiendo que lo traten de loco pero como una persona buena, a vivir como un cuerdo pero sabiéndose un asesino. A muchos puede parecernos una decisión terrible o, cuanto menos, absurda. Pero todos tenemos dentro de nosotros un pepito grillo que nos impide perdonarnos cosas que seríamos capaces de perdonar y justificar en otros.

Dicen que “muerto el perro se acabó la rabia”. Sin embargo, yo no siempre comparto esa opinión. A veces, se puede combatir la rabia sin matar al perro. Y, otras, la rabia no se acaba ni con el perro muerto.

Y digo esto porque me ha producido una gran pena la muerte del ex ciclista Alberto León imputado en la “Operación Galgo” por suministrador de sustancias dopantes a deportistas y, anteriormente, en otra causa como consumidor de las mismas. En ambos casos su relación con la penosa lacra del dopaje en el deporte parecía más que argumentada. En esta última cuestión, parece que, sin acabarse la “rabia”, la juez Mercedes Pérez Barrios archivará en los próximos días la causa penal seguida contra el ciclista.

¿Hasta qué punto era inocente o culpable? Puede que me digan que eso no se sabrá nunca. Pero yo me aventuraría a decir que, al igual que el resto de deportistas que se dopan, son todos inocentes, y que los culpables somos quienes formamos esta sociedad en donde como ya se sabe “el triunfo tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano”. Todos triunfamos cuando triunfan nuestros deportistas. Les pedimos más, les exigimos más, mucho más de lo que pueden darnos (y vaya por delante mi absoluta admiración y respeto a quienes se limitan a lo que pueda dar su cuerpo), y ellos, en su afán de no defraudar a quienes los jalean -sólo porque triunfan-, son capaces de vender su alma al diablo de cualesquiera sustancias que, aunque los envenenen, los conduzcan al triunfo. Nuestros aplausos son su alimento y no dudan en pisar cabezas de otros deportistas que sólo arriesguen su capacidad deportiva, y no dudan porque las primeras cabezas que pisan son las suyas propias. Sin embargo, cuando pierden… siempre son ellos solos los perdedores. Nada tenemos nosotros que ver con su derrota.

Y nosotros ¿qué les damos? Yo se lo diré: les damos nuestra hipócrita repulsa. Un par de buenos titulares y, acto seguido, nuestro olvido. ¿Quién se acordará de él, de su angustia, de su triunfo, de su acorralamiento, de sus éxitos, de sus implicaciones… en todas las mierdas que contienen los alcantarillados de todos los triunfos… cuando pasen los meses, los años…? Sólo los suyos. Aquellos que, probablemente, le habrán advertido del riesgo, del peligro, de lo que se jugaba. Aquellos que lo amaban por lo que era y no por lo que hacía. Aquellos para los que nunca podrá ser reemplazado.

La peor de las enfermedades es la desesperanza. ¿Hasta dónde estaba enfermo de desesperanza para ver como única salida la muerte…? ¿Qué era lo peor que podía ocurrirle… la cárcel… el desprestigio… el deshonor…? Todo eso, por separado o junto, no son más que fantasmas que nos imponemos o nos imponen. Desgraciadamente, vemos el fracaso como el peor de los castigos, en lugar de verlo, simplemente, como una oportunidad de crecer, de mejorar, de aprender.

A Thomas Alva Edison le preguntaron cómo se sentía después de haber fracasado mil veces en idear una bombilla y él respondió: “No fracasé mil veces para hacer una bombilla, descubrí mil formas de no hacer una bombilla”.

Qué pena que con tanta bombilla andemos tan faltos de luz.

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