El conflicto generacional articula montones de narraciones. No solo en términos de negociación de la herencia identitaria paterna o materna; sino también en esa brecha cognitiva que se abre entre niños y adultos. ‘Tú no entiendes esto porque aún eres un crío’, ‘tú no eres capaz de ver esto otro porque te has vuelto un viejo’. Bajo esa premisa se construye ‘Derry Girls’, la serie de Lisa McGee que ha sido una de las grandes sorpresas de las navidades en Netflix.
A pesar de haberse quedado fuera de muchas listas de lo mejor del año, la producción británica es todo un fenómeno. Aterrizó en la plataforma como la serie más vista en Irlanda del Norte desde que comenzaron los registros modernos en 2002. Habiendo cosechado una media del 64.2% de cuota de pantalla, ‘Derry Girls’ confirmó una segunda temporada tras emitir solo el primer episodio en Channel 4 (cadena que nos ha regalado otras obras singulares como ‘Black Mirror’ o ‘The End of the F***ing World’).
‘Derry Girls’ presenta la Irlanda del Norte de los 90 de cuatro escolares irlandesas y el primo inglés de una de ellas. Y digo ‘de’ porque es, específicamente, su Irlanda del Norte. Sin miedo a parecer infantiloide, la serie de McGee enfoca la tierra de los Troubles (conflictos entre irlandeses unionistas y republicanos) en su momento más candente desde la lente de unas chiquillas que tienen muchas otras preocupaciones mayores, como escaquearse de un examen de matemáticas o liderar el periódico de su colegio católico.
La configuración del relato está determinada, con intrepidez y consecuencia, por el prisma de unas púberes naturales, desinhibidas y ridículas; y el mundo que se muestra no es otro que el que ellas perciben. Esto resulta evidente al ver que los adultos no son menos patéticos e inmaduros que ellas, tanto los familiares como los extraños. Es revelador que, sobre todo hacia la segunda mitad de la serie –compuesta por seis episodios de unos 20 minutos–, el conflicto soberanista está presente pero siempre de forma tangencial. Aparecen militares, manifestantes y disturbios que interfieren en rutinas del plantel protagonista, pero son solo decorados fugaces o estorbos que se salvan deprisa. Más que como inconsciencia o falta de compromiso, conviene entender esto como una llamada de atención –desde la comedia ácida y dura– sobre las vidas de las personas de a pie, sepultadas por la omnipresencia de la confrontación en su entorno.
Huyendo de la autocomplacencia, McGee no renuncia a componer una serie, por encima de todo, divertida. Y, sin embargo, esos mismos prejuicios infantiles que dan pie a la comedia nos hablan, una vez más, de la vida de las protagonistas. En el cuarto episodio, una joven ucraniana llega al pueblo y una de las protagonistas está segura de que los de su país brillan en la oscuridad desde lo de Chernóbil. Frente a esto, las niñas son a la vez capaces de ver las grietas en su propio conflicto: son también ellas las que se cuestionan la verdadera utilidad de las barreras.
La serie ata su cuento a una realidad histórica ineludible (sobre todo a través de la música, que los nostálgicos disfrutarán), pero se niega a perder de vista a su sujeto de estudio: las niñas. El grupo protagonista rara vez aparece separado, y a pesar de que el personaje de Erin lleva gran parte del peso del relato sobre sus hombros, parece muy atrevido intentar señalar una protagonista entre ellas. La cámara no muestra preferencia por el punto de vista de ninguna de las chicas, lo que convierte la historia de McGee en ni más ni menos que la condensación de las miradas despreocupadas de cinco adolescentes (inspiradas en la propia infancia de la creadora), y con ellas todas las demás.
La secuencia final comprime esta idea y la subvierte con un remate desesperanzador: tenemos a las jóvenes bailando de manera ridícula en el concurso de talentos del colegio católico. Junta a ellas, el inglés; y entre el grupo, una que aboga por el diálogo como única vía plausible para un conflicto que encuentra sin sentido. En la banda de sonido aparece la canción ‘Dreams’, de The Cranberries, mientras el montaje nos transporta al salón de la casa de dos de las chicas. Allí, los adultos se enteran por la televisión de un nuevo atentado que ha causado una docena de muertos. En ese momento, el baile de las chavalas entra en una cámara lenta, con la que la imagen se desfasa, el tiempo se estira y el mundo grotesco de ahí fuera se congela. McGee decide cerrar la temporada con esta nota ominosa, mostrando a los adultos ajenos a esa burbuja. Unos adultos que son ya demasiado mayores para eso; que son incapaces de hacer oídos sordos al terror.