¿A quién no se le escapó un grito sordo de asombro al ver el primer trailer? Incluso algún aullidito vergonzoso, confesadlo. Y cómo no hacerlo: el anuncio de una adaptación hiperrealista de ‘El rey león’ nos volvió locos a todos.
Si eso salía bien, era el fin del cine. Una de las cintas que más ha emocionado (atravesando generaciones y generaciones), una de las favoritas de muchos y, por qué no decirlo, una de las más significativas. Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Si se podía hacer una nueva ‘El rey león’ igual de poderosa y que, además, tuviera leones casi de imagen real –y, por ende, peluditos y achuchables–, el cine se acabaría ahí. Jon Favreau (figura misteriosa y fascinante, cabecilla de incansables reinvenciones de imaginarios pop con cierto éxito, que ya es mucho) dirigiría la nave que cruzase la última frontera. Quemaríamos todas las demás películas y nos retiraríamos a las montañas. Pero no ha pasado. ¿Por qué?
Porque el realismo es muy puñetero. Y huidizo. Y un berenjenal que hay que gestionar con mucho cuidado para no desestabilizar el equilibrio nada zen entre la emoción y la inmersión.
Decía Lev Manovich en su texto ‘Las ilusiones’ que el cine de realismo socialista encontró su homólogo transhistórico en los blockbusters del Hollywood de los 90. La tregua a la guerra fría en cuatro píxeles mal contados. Según el teórico, lo primero era un cine producido principalmente en la URSS hasta la muerte de Stalin que buscaba proyectar un futuro ideal en un presente regulero. En lugar de subrayar las flaquezas del momento, el realismo socialista pretendía inducir esa utópica sociedad comunista venidera en escenarios reconocibles, insertando en el hoy las maravillas que llegarán mañana. Porque la ciencia-ficción te promete coches que vuelan y viajes en el tiempo, pero el realismo te jura por su santa madre que lo que ves está a la vuelta de la esquina.
Y ahí conectarían, décadas después, los pérfidos rojos con los entrañables estadounidenses. En películas como ‘Jurassic Park’ (1993) ya empezaba a atisbarse la inabarcable capacidad de una nueva máquina de representación de realidades: el ordenador. Los modelos digitales, de hecho, adelantaban por la derecha a la cámara convencional de tal manera que sus maravillas de un futuro hiperprocesado eran, literalmente, más de lo que los hombres del pasado eran capaces de entender. Así que hubo que emborronar, reducir calidad y añadir grano a los velocirraptores de ‘Jurassic Park’ para que no desentonaran con el resto de las imágenes capturadas por Spielberg. La representación digital era demasiado perfecta, paradójicamente DEMASIADO REALISTA, para el limitado soporte que era en su momento la cámara de cine; y hubo que hacerle pies de barro.
Esta es una perspectiva muy fructífera para pensar la nueva versión de ‘El rey león’, que no parece hacer más que defraudar a los buscan en las caras de los felinos digitales la expresividad de aquellas maravillas de la animación tradicional que con tanto cariño recuerdan. Pero eso no iba a pasar, ni las míticas tonadillas (Hakuna, ¡ay!, Matata) estuvieron nunca siquiera cerca de encajar en los hocicos de estas recreaciones ultradetalladas. Porque lo que vemos en pantalla, a efectos teóricos, es un león. Lo de los 90 era un conjunto de líneas y colores que daban a entender que la caricatura, con gestos y muecas nivel Jim Carrey, debía entenderse como un león. Pero lo que Disney nos trae ahora son leones, una representación digital (y, en tanto digital, con potencial de ser PERFECTA) que ha sido rebajada para que nuestros sistemas perceptivos, aún apoyados en el fotograma de 35mm como muro de carga, sean capaces de comprenderla sin que nos dé un patatús.
La cinta es, por tanto, presa de su propia perfección. Esclava de una masa de nostálgicxs que, por alguna razón, estaban convencidos de que esta iba a ser la misma película pero en 4K. Esto, amigos, es el futuro, y sabe mal. Queríamos leones y nos los dieron. Pero los leones no cantan.