¿Cómo no amar los ochenta? Los de España, sí, con su movida madrileña y su Almodóvar; pero también los estadounidenses, en los que toda la pasión ibérica y la sangre torera se cambian por plástico, pop y producción en cadena. Y qué maravilla.
‘Los Goonies’ es fruto de esa década, una época titubeante en cuanto al lugar hacia el que proyectarse. La música, por ejemplo, fue campo de pruebas para imaginar un futuro sublimado en baterías electrónicas y ubicuos sintetizadores. Por el contrario, el cine pop (único termómetro sociocultural válido, en realidad) pareció volver la mirada atrás. No necesariamente al pasado, pero sí a la infancia. A tiempos conocidos, inocentes y seguros.
Esos tres adjetivos delinean el campo de acción de ‘Los Goonies’, película familiar por excelencia, blanca y azucarada por los cuatro costados, que encierra para mi sorpresa una dimensión ulterior. En un nuevo visionado (gracias a la remasterización en 4K que está distribuyendo Neocine), las capas superficiales de aventura infantil deudoras del modelo ‘Los cinco’ (que resuena de forma insoportable en las imágenes de nuestra ‘Verano azul’) se echan a un lado para dejar ver un sustrato político que refrenda por enésima vez el carácter problemático de una cultura de masas que algunos creen mansa y suministrada en jeringuillas.
Si afinamos el ojo, la película comienza a supurar pequeñas señales de un discurso que trasciende su igualmente elogiable talento industrial y presta atención a otros lugares. Esos lugares son sociales y económicos, oasis de una práctica poco (o, al menos, no tan) extendida en la cultura estadounidense como es la crítica de la propia estructura nacional. No son pocos los textos culturales yanquis que abordan la pobreza patológica del país como una cuestión de emprendedor-o-perdedor. ‘Los Goonies’, por su parte, demuestra una fina mala baba que la desmarca de esa CT (ver Guillem Martínez) a la americana.
La trama es bien conocida, así que centrémonos en los puntos clave: los chavales de la pandilla protagonista están a punto de mudarse a Detroit (que se subraya como capital del crimen en USA). La causa no es un desahucio, algo que sería mucho más explícito de lo que el inconsciente ultraliberal americano es capaz de soportar, sino la venta de las casas a un agente inmobiliario que quiere construir un campo de golf en el terreno. La entrega de los hogares, aunque igualmente fatídica, se hace motu propio y a cambio de dinero porque la situación económica de las familias obliga a ello.
El tesoro que encuentran (el libreto es herencia de Enid Blyton, CLARO que tenía que haber un tesoro) en realidad no es ninguna antigualla isabelina, sino la capacidad económica de hacer frente al capital y conservar el que se muestra como único y más valioso patrimonio de los protagonistas: su amistad, vinculada a sus hogares. Todo esto está en la película: el periódico en el que los personajes señalan que los falsificadores hermanos Fratelli se han fugado de prisión muestra un titular justo antes de ese, que reza «Sube el desempleo». La amenaza de la pobreza no se cierne solo sobre el plantel protagonista; se convierte en algo universal.
Este problema de partida habita en un contexto muy concreto: la odisea de un puñado de hijos de empleados públicos y un inmigrante. El funcionario mencionado, en concreto, es el padre de Mikey y Bran, se encarga de la conservación de unos objetos históricos que guarda en su desván y está a punto de ser despedido. Este personaje es, en sí mismo, una metáfora de la situación de una clase social desplazada y olvidada a la vez. Aquí echa raíces también la psicología del chaval principal (interpretado por Sean Astin; la de la incubación de estrellas de Hollywood es también otra cuestión relevante en la película). Mikey, obsesionado con encontrar a Willy el tuerto y su tesoro a cualquier coste (motivación que, apenas pasadas unas horas, ya arde como el fuego), se convierte en la expresión de la fantasía demente de una clase baja hostigada por los poderosos que se empeña en demostrar que su existencia aún tiene sentido. ¿No es acaso la caza de fantasmas del pasado de Mikey equivalente al trabajo de conservación de su padre, que da sus últimos estertores antes de ser despedido?
La lucha, claro está, necesita un enemigo. Y la película también se ensaña con esos villanos, que visten jerséis y conducen GT. La humillación física de los ricachones en la escena del club de campo deja claro que esos pijos que leen la ‘Guns & Ammo’ sentados en el retrete son los verdaderos indeseables a batir. En un ejercicio machista y muy revelador, la película incluso eleva al personaje femenino de Andy al estatus de trofeo de reparación de la afrenta de clase; de manera que esta deja al que parece su interés romántico al principio de la película, el hijo del promotor inmobiliario (textualmente, «el más rico de la ciudad»), para enrollarse con hasta dos miembros del frente pobre hacia el final de la trama.
Por estos desplantes, ‘Los Goonies’ es una de las grandes obras del entretenimiento familiar. Frente a su más inquietante y thrilleresca reencarnación ‘Stranger Things’, la película de Richard Donner (relevante sobre todo por la primera ‘Superman’) supone una verdadera oda a la niñez, donde las aventuras siempre acaban bien, los malos llevan pistola pero no saben disparar y las mazmorras mortíferas incluyen toboganes de agua. Aun así, la presencia de la figura de Sloth y otros elementos que no consigo aislar la mantienen en ese limbo en el que viven las películas para niños que asustan a los niños (en los cines de 2019 sigue ocurriendo, doy fe). Su final feliz salido de la nada, además de reafirmar el papel de Amblin y Steven Spielberg como deidad absoluta del cine pop (a veces incluso más produciendo que realizando), pone el punto final a una negación frontal de la tragedia que no necesariamente implica la anestesia. ‘Los Goonies’ es, en realidad, el delirio de un niño que no podía pagar su casa. Menudos fueron los ochenta.