Me lo había advertido un buen amigo: “No es la película que nos han vendido. No es lo que te esperas. Es mejor”. Aun así, no supe verlo venir. Pocas veces un tráiler ha hecho tan profundo trabajo condensando el alma de un filme como con ‘Puñales por la espalda’, pero no por las razones que pensábamos. “A ‘whodunnit’ like no one has ever dunnit”, rezaba el spot. Para los menos anglófilos, un ‘whodunnit’ (una historia de investigación criminal a lo Agatha Christie) como nunca nadie lo ha hecho antes. Al traducir, el juego de palabras se deja toda la frescura por el camino, pero el mensaje queda claro. Un relato holmesiano de los buenos, de los de toda la vida, contemporaneizado y remozado con la estética del cine actual. Error, camarada: un sabueso nunca tira de un hilo que está a plena vista.
La primera pista para descubrir el montaje viene rubricada bajo el título. Rian Johnson, genio detrás de ‘Looper’, la última ‘Star Wars’ y el infamado episodio embotellado de ‘Breaking Bad’, ‘La mosca’, escribe y dirige la película. La añagaza pide a gritos ser expuesta a medida que las caras del millón de dólares empiezan a desfilar por la pantalla: Daniel Craig, Chris Evans, Ana de Armas, Michael Shannon, Jamie Lee Curtis, Don Johnson y un par de valores al alza, Katherine Langford y Jaeden Martell. Si algo hace la cuestión del estrellato en una película, por defecto, es desintegrar el artificio de la ficción y dejar el cartón a la vista. La mera presencia de las ‘celebrities’ interroga la verdad de las imágenes. ¿Alguien se huele ya el pescado? Yo, al menos, no lo hice.
Y no lo hice porque tenía, como en los grandes trucos de magia, los ojos puestos en otro sitio. La relación de aspecto 16:9 de la imagen es en ‘Puñales por la espalda’ la mejor de las filfas, en tanto vehículo para la más hipnótica perfección compositiva. Y, como Nacho Vegas, cuando digo perfección, es perfección. Solo alguien como Johnson puede permitirse relegar al papel de ardid un logro que montones de realizadores solo sueñan con alcanzar: convertir todos y cada uno de los fotogramas de la cinta en verdaderos cuadros, como quien pinta 24 picassos por segundo. Mientras truca la baraja con la mano izquierda, el prestidigitador atrae con la derecha la atención de los que observan. El cebo, la paloma blanca de la película, vale todo el dinero del mundo en presupuesto para puesta en escena y uno de los más punzantes directores de fotografía del momento.
Esa excelencia estética es la alfombra roja para un misterio con sabor añejo. Trata de desenmarañarlo el detective Blanc (Craig), intrigado por el suicidio de un opulento novelista, que aparece muerto en la misma velada de una fiesta que había reunido a todos sus vástagos –y potenciales legatarios de su fortuna– en una misma mansión. La intención del director, por supuesto, no es presentar unos tímidos respetos a un género centenario, sino retorcerlo. La secuencia inicial lo constata, arrastrada por el caudal de unos violines barrocos y truculentos que desembocan en la tan manida escena del descubrimiento del cadáver. El papelón le cae a una empleada del servicio de la casa; sin embargo, en lugar de dejar caer el desayuno que transportaba escaleras arriba al toparse con la garganta cercenada del millonario, la mujer hace un pequeño malabar con el contenido de la bandeja y suelta un lacónico “¡Mierda!”.
Reventar el refinamiento victoriano es el primer signo de ánimo de repintar el salón del género detectivesco por parte de Johnson. Y lo que sigue lo refrenda, como el investigador que, esgrimiendo un infalible método inductivo, es capaz de alcanzar la verdad última de las cosas, o al menos de acercarse mucho. El mismo montaje, en cierto momento, salta de la respuesta de un sospechoso a una segunda pregunta de su interrogador, Blanc, que es seguida de una nueva contestación, pero esta vez salida de la boca de otro personaje. La inteligencia preclara del detective, elemento inextricable del canon policiaco decimonónico, es expresada y puesta de manifiesto a través de la confusión que genera en el espectador. Porque nadie, nunca, sabe más que Sherlock Holmes. Uno, haciendo las veces del aperreado doctor Watson, puede limitarse a perseguir al sabueso de un lado para otro, intentando establecer entre sus pesquisas relaciones comprensibles, pero estas no se hacen evidentes hasta que la intuición del detective las opone a la luz.
Llega así el primer hito en la destrucción del dispositivo narrativo que la cinta había armado a imagen y semejanza del canon detectivesco finisecular: el chivatazo. No entre personajes, sino entre película y audiencia. Marta, el personaje de Ana de Armas, hace algo que, en su naturalidad, destruye el gélido sistema de focos del relato del detective. Tiene remordimientos, y es un resquemor tramposo, porque no se nos comunica a través de la aguda observación de Blanc (que lo ignora por completo), sino con un ‘flashback’. Abriendo una rama oblicua en el avance horizontal de la historia, Marta recuerda lo que pasó de verdad la noche de autos, y a los espectadores se nos permite contemplarlo de forma privilegiada. Descubrimos, entonces, el efecto de una elipsis lateral: la primera vez que vimos un evento, no por un salto en el tiempo sino porque la cámara no estaba mirando desde la posición adecuada, nos perdimos cierta información crucial que ahora sí poseemos. Y el ‘whodunnit’ tradicional se rompe en ese mismo instante. No es posible asistir a una búsqueda de la verdad de la mano de un investigador que sabe menos que nosotros, y que no entiende por qué todo el mundo a su alrededor parece participar de una pieza del puzle que a él se le escapa. No somos agentes del bien y del orden; somos cómplices.
(Fuente: Prawny (pixabay.com))
Y se acaba una película, pero no la película. Porque ‘Puñales por la espalda’ puede mutar igual de bien en lo narratológico que en lo visual, y se transfigura en una historia de misterio polifónica. Tenemos, pasada la hora de metraje, varias voces liderando el relato por turnos, pero nunca una realidad completa. Así, a mano alzada, con la displicencia que solo les está permitida a los artistas más virgueros, Rian Johnson da por muerta la modernidad desde su película, toda vez que la verdad única ya ni existe ni importa ni se puede alcanzar. De hecho, la resultona infracción de su propio rigidísimo alfabeto visual (una torpe cámara en mano que persigue a Ana de Armas) y un desplazamiento de dos de los personajes fuera de la casa del crimen (escenario unívoco de los relatos Cluedo, que aquí pierde la centralidad de la acción) marcan la ruptura drástica con un modelo de contar historias que es revisado y desechado al tiempo que la película se parte en dos mitades.
Los trozos, aunque antagónicos, no son irreconciliables. Hacia el final del filme, la pluralidad vocal cede de nuevo el espacio a la explicación omnímoda de Blanc –para entonces mucho más agitado y frágil que el prieto y sagaz pensador de los primeros minutos–, y volvemos a ser alumnos de un raciocinio científico imparable. En una pirueta, incluso, Blanc entronca con la hija menor de las historias de grandes detectives, la novela negra del siglo XX, en la que el agente del bien repara además cierto orden social que se había quebrado. De forma algo problemática, el esclarecimiento de lo acontecido en la mansión sella también una mejora para el personaje de Ana de Armas, una inmigrante con un marcador racial discriminatorio en el que se insiste durante toda la película.
El ‘whodunnit’ de Rian Johnson se descubre, pasadas las que seguramente sean las mejores dos horas que se puedan echar en una sala de cine de aquí a fin de año, como eso, un ‘whodunnit’; pero también como su heredero narrativo y como la sucesora bastarda de este a la vez. Porque la historia de detectives ‘como nunca se ha hecho antes’ es, por definición, todo menos una historia de detectives; es la radicalidad más fiel a su etimología, a la exploración de la ‘raíz’ con los ojos del hoy. La admiración honesta sin nostalgia, sin giros conservadores ni salmodias de meapilas sobre una edad dorada que no se podría resucitar ni aunque se quisiera. Y todo esto estuvo delante de nuestras narices desde el principio, en un tráiler huidizo que vendía todo lo que mostraba, pero que no mostraba todo lo que tenía por vender. Y yo, sin verlo venir. Y eso que me esperaba lo mejor.