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Antonio Rivera

A pantalla 'partía'

Recomendaciones de cuarentena: ‘2001: Una odisea del espacio’

(Fuente: NASA on The Commons)/

Vosotros acuarentenados y yo en otro país. Así están la cosas. Es momento de recuperar tiempo perdido, de devorar viejas novelas y recorrer series de interminables temporadas. Pero es también, y sobre todo, tiempo de no desinformar, de agachar la cabeza y de recordar a aquellos camaradas que no se pueden permitir estos caprichos. Los vuestros ni tampoco los de un servidor, que aprieta teclas muy alegre porque no tiene una cuota de autónomo que cubrir. Otro gallo cantaría entonces.

Como el quiquiriquí del ovíparo actual nos conviene, vayamos a lo nuestro: recomendar películas, y verlas. Visto el tiempo que tenemos los españoles por delante –y más tendremos, según se presenta el asunto–, no hay que tenerles miedo a propuestas de carne dura y difícil, que en momentos de más ocupación ya habrá lugar para los entretenimientos livianos. Tanto es así, que quiero presentar una hipótesis: ‘2001: Una odisea del espacio’ es seguramente una de las más grandes películas de todos los tiempos y, además, una cinta a menudo malentendida.

La obra de Stanley Kubrick es normalmente (con normalidad, pero también desde la normatividad) vista como un tratado sobre el humano y su destino, como un antropocéntrico foro sobre la posible trascendencia de la vida escrito en una grafía convenientemente hippiesca (no olvidemos que su estreno, en 1968, llegó con la ‘new age’ a plena potencia). Corrijo a algunas corrientes de interpretación, y al yo mismo de hace cuatro líneas, señalando que no es tanto una película sobre el ser humano sino una sobre el lenguaje, y por ello no agradece tanto ser entendida como interpretada. Traducida, si se quiere, a referencias que uno pueda manejar en su cabeza con más soltura que las toscas señales de Kubrick.

La cinta está disponible en Amazon Prime Video para quien quiera revisarla y trastear con sus mensajes, o para aquellos que se decidan a bañarse en ella por vez primera. Que no os pase nada.

Creo que mi sugerencia de que el centro de la órbita de la historia de Kubrick no es tanto el humano sino el lenguaje puede entrar en conflicto con la sobreexplicada novela de Arthur C. Clarke que cuenta la misma historia, pero es preciso recordar que el libro no es una referencia en la que la cinta se base, sino una racionalización a posteriori que congela en el tiempo conceptos que, en la película, eran tan escurridizos e inalcanzables como el propio movimiento capturado en la trampa del celuloide. Esa racionalización es, por ende, falsa hasta cierto punto; o al menos, irrelevante de cara a elucubraciones que parten únicamente del material audiovisual.

‘2001’ es una película sobre las posibilidades de comunicar, y cómo estas determinan las comunidades humanas (y no al revés). Esa idea de que, con su insaciable plano giratorio, Hitchcock desenroscaba en ‘Psicosis’ la mirada de la Marion Crane a la que daba vida y muerte Janet Leigh para insertarla en un desquiciado Anthony Perkins, que llevaría de la mano al espectador a partir de ese punto del filme, me pareció una chorrada espantosa desde que la escuché por vez primera; pero encuentro sentido para ella mientras veo ‘2001’. Superado el viaje interdimensional que trastoca su ser y su entender, el astronauta Dave Bowman, que acaba de segar la vida del defectuoso ordenador HAL 9000, se encuentra ante una versión mayor de sí mismo. Y esta, frente a otra encarnación aún más vieja del mismo Dave. Y la mirada, entre ellos, se despega de las cuatro pupilas que componen el acto y campa a sus anchas por la habitación.

Mediante tiros de cámara colocados justo en el eje que une a los interlocutores de la muda conversación, el director separa lo que ocurre de lo que creemos que ocurre. Nosotros pensamos que un Dave está mirando al otro Dave; y que el segundo hace lo propio con el primero. Pero el registro de la escena desde otro ángulo nos descubre que a quien devuelve el vistazo el austronauta más viejo es a nosotros, los espectadores. Un nuevo brinco desvela después que, en un tercer estrato de sentido, Bowman no mira a nadie más que al vacío.

Estos tiroteos oculares, que tienen en la imagen del feto que cierra la película a su último adalid, pueden leerse como conversaciones, como intercambios de mensajes, si a uno le ha despertado esa sospecha una secuencia algo anterior: la de la muerte del ordenador. Mientras desaparece, pues el fallecimiento es una idea tan terrenal que no sabemos imaginarla para una máquina y Kubrick escenifica en consecuencia, el HAL 9000 no amenaza, gime ni maldice. El ordenador, al tiempo que su existencia se deshace, canta. Y no es demasiado atrevido percibir esa escena como algo más grande; como la destrucción del lenguaje. Una entidad que se había caracterizado por su hilo de voz monótono dedica sus últimos instantes a entonar una canción, que se quiebra y distorsiona a medida que su consciencia se desmonta. Y esto se presenta con comedición, casi desde la reverencia: forjando un acúsmetro (una voz cuyo origen no vemos) y elevando con él la expresión de palabras al más alto rango en el proceso comunicativo.

La mística del acúsmetro, del sonido mágico e imposible que no proviene de ninguna parte, desafía la comprensión humana, lo que somos capaces de concebir; y, a mi juicio, invita a asentir en silencio, reconocer que Kubrick es más listo que nosotros y acceder a que esos esquemas con los que creíamos poder leer la película, con los que a menudo leemos el mundo, no son necesariamente los únicos posibles, ni los más útiles.

Si la canción de HAL, separada de su forma visible y tangible, sensible, consigue emocionar, no hay motivo para desdeñar la posibilidad de encontrar emociones en él. Proyectar a HAL en un mapa de ideas y mensajes nos sugiere que lo que es, algo parecido a su esencia, a falta de un término mejor, tiene menos que ver con lo que parece que con lo que dice. HAL es HAL porque habla, y nosotros nos acercamos a él y trascendemos nuestro lenguaje en tanto que le entendemos.

Hemos suprimido hasta ahora la primera mitad de la cinta (ay, las películas de Kubrick, sugerentísimos binomios), pero volvamos a ella. Conviene regresar porque, asumido todo lo anterior –hay que mantener en la quijotera que este texto es una invitación a ver con otros ojos y no la explicación final, que no existe–, la extensa secuencia de los monos es otra. Ya no pelean por la evolución, ni evolucionan porque pelean; evolucionan porque gritan de otra manera. Con la chuleta en la mano, los signos dan resultados que creo interesantes: la utilización de la primera herramienta, que Kubrick retrata como el albor de la especie, no es el triunfo de la violencia dentro de una naturaleza humana que resulta difícil de delimitar; lo que hay es un trasvase de significados entre significantes. Lo que antes expresaban los chillidos y aspavientos de los primates ahora lo recoge la figura del hueso, que es tan garrote como palabra.

A partir de aquí, la puerta está abierta. Lo de las alimañas peludas es una pista, una llave interpretativa que permita leer el resto de la cinta. La secuencia abstracta del viaje trascendental de Bowman, ¿es en verdad un salto a otro universo, un viaje en el tiempo o el nacimiento de una forma de vida? ¡A quién le importa! Lo que es, basándonos solo en lo que se nos pone delante, es una descoordinación, una pérdida de las referencias. Bowman, catatónico, pierde la capacidad de hablar porque solo así puede zambullirse en nuevas formas de interacción. El alucinógeno montaje de Kubrick es, en este sentido, un descuadre entre los signos y lo que significan. La luz descompuesta como una función de las posiciones del espectro electromagnético que la componen. El espacio, roto en dimensiones y planos. Lo visual, no más que sumas de formas y colores.

Recuerdo, mientras miro esa escena por ¿cuarta vez?, ese cortometraje sobre la existencia misma que proyectó el IBAFF en su décima edición, ‘A Creak In Time’, de McInnerney. Pienso también en la Long Island de Fitzgerald, que rezuma movimiento, energía y matices, traducida a una torre de cinco estratos castaños en la pintura expresionista de Esteban Vicente, uno de los dos únicos españoles involucrados en la ola abstracta de los Estados Unidos de mitad de siglo. Lo que Dave Bowman encuentra al término de su viaje no es necesariamente otro mundo, sino una lectura en otros lenguajes. La quiebra de nuestra forma de entenderlo, y la sugerencia de que hay otras. ¿Cómo representar en el medio cinematográfico, si no, algo que ni siquiera alcanzamos a entender? Kubrick, que ha hecho algunas de las mejores obras modernistas y les ha dado también certeras rimas posmodernas (véase el uso de la canción en ‘Senderos de gloria’ y ‘La chaqueta metálica’, ambas suyas), entra con ‘2001’ en un post-cine cuando otros apenas empezaban a dominar el cine a secas. Aprender a leer, en lugar de empeñarse en hablar.

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Antonio Rivera

Sobre el autor

Periodista y crítico del audiovisual. Este es mi huequecico para reivindicar lo pequeño, pero también lo grande, del cine y la TV.


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