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Antonio Rivera

A pantalla 'partía'

A John Bee_

(Fuente: dominio público)/

En mi último día en Nottingham, vagabundeo. Me topo con rincones que me habían quedado por conocer, y doy por fin con pequeños oasis que había perdido de vista y llevaba tiempo buscando. No es realmente mi último día en la ciudad, pero lo parece. Lo parece porque la sombra de la partida ya se deja ver. Y el primero de unos últimos paseos bien podría ser, directamente, el último.

Estoy sentado en un banco de madera ajada dentro del recinto de una iglesia del centro de la ciudad. No me gustan los templos, pero sí sus patios. Aquí, además, las iglesias son prácticamente las únicas construcciones a las que no ha alcanzado el cansino neoclásico con el que se viste el resto de la ciudad.

Es, por primera vez en mucho tiempo, un buen día. Resulta que el primero de los últimos días es además el primero de los días buenos. Hay que joderse. Blasfemo (tierra santa, recordad) junto a un tal John, que me acompaña a la sombra de un árbol viejo en el que un puñado de urracas se entregan a una brisa fresca y agradable. John no tiene apellido, pero debió de ser un buen feligrés. Así lo parece por su sepultura, en suelo bendito y protegido bajo la advocación de Dios sabe quién. En la lápida partida está grabada una apostilla que se interrumpe bruscamente a las tres letras. John Bee_.

Aparto unos hierbajos insensibles con la zapatilla, por si son ellos los que esconden ese último carácter, pero retiro rápidamente el pie de la tumba y me siento hereje por segunda vez en lo que va de tarde. No sé muy bien por qué, pero miro cohibido en todas direcciones, por si algún angelito de permiso me hubiera pillado en plena fechoría. Es igual: en la plazoleta solo estamos un par de albañiles, que abandonan rápidamente el trepidante acento masticador del este británico para entregarse a los silbidos y las señas; el tal John, que la espichó en 1853, y yo.

Las películas, como todo el arte, no guardan ninguna razón de ser. Tienen poco sentido en un sistema capitalista como el nuestro, pues no son precisamente la forma más cómoda de hacer aterrizar la producción y el consumo; y mucho menos se justifican desde el punto de vista de la prosperidad de la especie. No nos ayudan a sobrevivir, y desaparecerán con tanta banalidad como desapareceremos nosotros.

Cada día creo una cosa. Y hoy creo que el único sentido que puede tener el cine es el que le da el recuerdo. El personal, el que no se ve. Hasta que me eche a dormir y durante ni un minuto más, veo claro que la que me habla a mí es la única película posible. La mejor de la historia, pues hoy no existe ninguna otra.

Me he sentido un hombre lobo americano en Londres, como el de la cinta de John Landis, de 1981, desde que llegué aquí. Y esa misma afirmación es válida para cuando me voy, aunque signifique otra cosa.

Tengo tanto que ver con nuestro amigo John Bee_ como el licántropo yanqui de Landis con los obtusos londinenses; y sin embargo, aquí estoy. Añorando lo que aún no se ha perdido, en una fiesta deprimente que celebro junto a un muerto y dos albañiles.

Es el primero de los días buenos, pero también el primero de los últimos.

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Antonio Rivera

Sobre el autor

Periodista y crítico del audiovisual. Este es mi huequecico para reivindicar lo pequeño, pero también lo grande, del cine y la TV.


marzo 2020
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